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Mar de Historias

Tambos de guerra

E

l metrobús atestado vuelve a Romelia invisible para el resto de los pasajeros. Pese a la incomodidad, saca su polvera y asomada al espejo se pinta los labios y agrega otra capa de rímel a sus pestañas. Queda satisfecha porque sabe que cuando llegue a su casa tendrá buen aspecto y nada revelará su cansancio ni sus preocupaciones: la principal, que Herminio no tenga trabajo y en cambio ella sí. A veces la situación desigual origina conflictos de los que siempre acaba sintiéndose culpable. Si las cosas fueran a revés, todo sería distinto.

Romelia nunca imaginó verse en tal situación. Cuando se fue a vivir con Herminio él manejaba una lonchería junto al metro Panteones. Le iba tan bien que contrató a Chavo, su ayudante, y compró en abonos un automovilito compacto de segunda mano, pero en muy buenas condiciones –le dijo a Romelia cuando ella le hizo notar que estaba yendo demasiado rápido.

El proyecto de tener algún día una casa propia cayó en el olvido a partir de la crisis. Empezó cuando aparecieron por todas partes las camionetas-restorán donde los empleados de las fábricas y los corporativos aledaños podían comprar un desayuno o un almuerzo por menos dinero que en la fonda de Herminio. Inútil que Chavo se instalara en la puerta para atraer a la clientela pregonando las ofertas del día: la comida se quedaba intacta.

Consciente de la grave situación, Herminio despidió a Chavo. Ese ahorro no fue suficiente para cubrir el monto de las deudas acumuladas. Para solventar una mínima parte vendió su atomovilito y al poco tiempo le traspasó el negocio a un primo. Con lo que obtuvo pudo sobrevivir los primeros meses de desempleo.

Dedicó ese tiempo a buscar respaldo para montar otro negocio, pero no pudo conseguirlo. Al fin reconoció que era mejor olvidarse de ese proyecto y ofrecerse como empleado en alguna de las tiendas del barrio. Gracias a su búsqueda se dio cuenta de que muchas habían desaparecido y las restantes estaban siendo avasalladas por las de establecimientos de conveniencia y los grandes supermercados. Herminio se presentó en varios, pero no pasó de oír promesas: Deje sus datos. Lo llamaremos...

Pasado cierto tiempo, perdió las esperanzas de que eso ocurriera. Ya que no podía contribuir para los gastos decidió renunciar a toda búsqueda y ocuparse de la casa. De ese modo, aparte de ayudar a su mujer, al menos se ahorraría el dinero de los pasajes.

II

Tanto Romelia como Herminio confiaban en que la situación mejoraría en meses, cuando mucho un año. Han transcurrido cuatro y todo sigue igual, excepto que Herminio renunció a sus aspiraciones y se ha vuelto dócil ante la realidad. Ya no lo irrita hacer las labores domésticas de las que antes se encargaba Romelia. Mientras limpia la casa mantiene la radio encendida y tararea o secunda a sus intérpretes favoritos. Hace las compras, espera al repartidor de gas, cocina algo para que cuando su mujer regrese del trabajo, molida de cansancio, pueda tomar algo caliente.

En la mesa conversan poco. Luego, cuando Romelia se va a dormir, Herminio levanta los platos y después se queda viendo la tele sin poner atención, sólo para demorar el momento de irse a la cama.

III

El viaje ha sido largo. El Metrobús ya no va tan atestado y pueden escucharse los monólogos ante los celulares o las conversaciones. Romelia oye la que sostienen dos pasajeras que viajan a su lado. Hablan del desabasto de agua que sufrirán, como millones de capitalinos, en los próximos días.

La de mayor edad le recomienda a su acompañante que de una vez, antes de que se agoten o encarezcan más, compre tambos y cubetas para almacenar agua. Es indispensable, sobre todo cuando en una familia hay niños. La más joven, evidentemente su hija, comenta alarmada lo que escuchó en el noticiero: en la Cuauhtémoc, por lo pronto, y en dos más, no caerá ni una gota.

El comentario intranquiliza a Romelia. Cruza los dedos con la esperanza de que Herminio se haya acordado de su encargo: Amor, aunque se te vaya el camión de la basura, ve tempranito a la tlapalería por los tambos. Con dos será suficiente, pero si encuentras otro, te los traes.

De no ser así, no tendrán durante casi una semana. Las consecuencias prácticas serán muy desagradables y entre Herminio y ella motivo de discusiones en las que uno al otro se culparán por las incomodidades derivadas del nulo suministro. Parece que se oye decir: Herminio, pudiste dejar el planchado para después. Lo importante era tener dónde guardar el agua. ¡Te lo dije!

Siempre que emplea esa expresión, Herminio pierde el control. Le choca que su mujer le hable en esos términos porque son idénticos a los que empleaba su madre cuando él era niño y, a causa de una pequeña debilidad visual, rompía algún trasto: Imaginé que esto iba a suceder y te lo dije.

Romelia anhela llegar a su casa, aunque sepa que encontrará a su esposo de mal humor. No se lo reprocha. Comprende que la situación por la que atraviesa, y parece no tener fin, le resulte más que irritante. En cuanto lo vea hará todo para reconfortarlo y, sin pensar que está muerta de cansancio, le hará conversación por un buen rato. Uno de los temas obligados será la falta de agua y las previsiones necesarias para hacerla menos gravosa. En ese aspecto no tiene motivo de inquietud, pero debe asegurarse. Saca el celular de su bolsa y marca. El tono con que Herminio le responde le indica que él dormía, pero finge ignorarlo: Soy yo. Llego en unos minutitos, pero antes pasaré a la panadería. Oye mi amor, ¿compraste los tambos? ¿Se te olvidó? Pero si te lo dije... Perdón, ya sé que te choca... Tienes razón: no debo ponerme histérica, no hay tanta urgencia. Cerrarán las llaves el próximo fin de semana. No estoy disgustada y deja de disculparte. También sufro de olvidos todo el tiempo. Besitos, cuelgo.

Romelia se queda pensando que, en efecto, ha olvidado muchas cosas, pero no el desierto que aparece en su casa cada vez que falta el agua.