Política
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Brasil y el irresistible ascenso de Bolsonaro
A

h… meu Brasil (febrero de 1970): fuchibol, bossa nova y Carnaval, olele o lá; Vinicius de Moraes, garotas de Ipanema y Hélder Camara; Chico Buarque, Elis Regina y Maria Bethania; teólogos de la liberación, Cinema Novo, teóricos de la dependencia, Darcy Ribeiro, el bar Jangadeiro de Ipanema y…saudade. Esa palabra intraducible y hermosa, que el diccionario de Nebrija dejó para uso exclusivo del portugués.

Toda aquella felicidad mostró su revés el día que en Rio de Janeiro me detuvo el detective Nelson Duarte, quien me trasladó a Sao Paulo poniéndome frente al comisario Sergio Fleury, titular del Departamento para el Orden Político y Social (DOPS), jefe del Escuadrón de la Muerte y máximo torturador y asesino de Brasil.

“Eu sei –me dijo Fleury– que vocé nao e comunista… Vocé e um subversivo!” Ensayando mi mejor cara de pelotudo, fruncí el ceño diciendo: ¿quién, yo? Desabrochándose el saco, Fleury dejó asomar la 45 que cargaba en el sobaco, y sobre su escritorio desplegó el suplemento de un periódico deportivo: O Fla tei um arma secreta.

El arma secreta era quien suscribe, flamante adopción del equipo de natación del club carioca Flamengo. Y cuando ya estaba a punto de mearme encima, el asesino del heroico guerrillero comunista Carlos Marighella (1911-69) dio por terminada la plática, me acompañó hasta la puerta de su despacho, y con suma gentileza… ¡me pidió perdón!

Durante la dictadura militar, Sergio Fleury fue elegido dos veces diputado de no importa cuál partido. Pero hasta 2009, una calle de Sao Paulo llevó su nombre. Me interesa, entonces, subrayar la diferencia entre Fleury y Jair Messias Bolsonaro, quien en la primera vuelta de los comicios presidenciales cosechó cerca de 49.2 millones de votos (46 por ciento), y con toda seguridad se impondrá en el balotaje del 28 de octubre.

A ojos vista, parece pertinente calificar de fascista a Fleury, o equiparar a Bolsonaro con Hitler. Sin embargo, ninguno de los dos surgió de un movimiento organizado de masas, o cultivó alguna doctrina extremista, ideológicamente coherente. Más aún: si el primero estuvo al servicio del régimen dictatorial que durante 21 años se ufanó de su nacionalismo desarrollista (1964-85), el segundo resultó un tenebroso producto de la esclavocracia que lo engendró.

Bolsonaro siempre fue un orate agresivo, inculto, y un peón de las grandes corporaciones capitalistas, que ya celebran su victoria por anticipado. Mientras Fleury provenía de la casta de asesinos políticamente cultos, refinados y alineados con la cruzada anticomunista que Occidente libraba por aquellos años. Bastante similar, por ejemplo, al perfil del mexicano Fernando Gutiérrez Barrios, a quien miles de exiliados políticos de América Latina, deben más de un favor.

Desafortunadamente, Hitler y fascismo continúan siendo vocablos comodines y todoterreno que a dúo entonan, tanto da, izquierdistas perezosos y liberales macartistas cuando los hechos ponen en cuestión sus premisas teóricas. O dicho con menos palabras: en América Latina, el funcionalismo y el positivismo gozan de excelente salud. Ni se diga del marxismo privatizado que esgrimen los platónicos gurúes que hablan de batalla de ideas, y que con suerte sólo se leen entre ellos, portales y blogs vienen, portales y blogs van.

¿Y qué del materialismo histórico? ¿O sólo vale para lo universal que omite la historia de los países semicoloniales y dependientes, prescindiendo de las peculiaridades que agitan sus aguas profundas? ¿Cómo encauzar las ideas cuando un Mauricio Macri quita derechos, empobrece metódicamente al pueblo argentino, y goza de 30 por ciento de la intención de voto, mientras millones y millones votan en Brasil a un personaje que promete romperle la madre a todos los opositores que desconozcan a Jesucristo?

En 1964, cuando no existía el actual poder-de-los-medios, la Iglesia católica brasileña alentó el odio golpista contra el gobierno democrático de Joao Goulart. Y más de medio siglo después, miles de pastores pentecostales y neopentecostales consiguieron la diferencia de votos suficientes para que, democráticamente, el Diablo se alce con la presidencia del quinto país más grande del mundo, octava economía del orbe.

¿No convendría detenerse un poco más en la peculiar historia cultural de Brasil, y el derrotero de una esclavocracia que nunca desapareció del escenario político, desde la proclamación de la república en 1889?

Escurriendo la memoria, con saudade, evoco al cándido periodista que en plática con el cineasta Glauber Rocha comentó: ¡qué inmenso y alegre país el suyo! A lo que el director de Dios y el diablo en la tierra del sol, lacónicamente, respondió que, en efecto, Brasil era “…un país con una inmensa alegría de tristeza”.