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La esposa del dictador
E

ntre las ruinas de la revolución sandinista se levanta hoy desafiante y temible, la figura de la esposa de Daniel Ortega, Rosario Murillo, que es también vicepresidenta, cargo al que fue elegida en 2016 cuando acompañó a su marido en la fórmula que ganó ese año las elecciones presidenciales. La primera dama de Nicaragua es ahora el personaje político más poderoso de su país con porcentajes de aprobación superiores a 70 por ciento, y ocupa una posición central en el gobierno. No sólo interviene con pleno derecho en el proceso de toma de decisiones; es mejor oradora que su marido al que suple frecuentemente en funciones de gobierno. Pero no se descuida. Viste de colores muy vivos; es tan derrochadora como lo han sido otras esposas de dictador antes que ella; y cuando interviene en público agita las manos cuajadas de anillos, como si quisiera seducir a su auditorio con su pelo largo y rizado, y con el brillo de la bisutería. Al igual que Eva Perón o Eleanor Roosevelt, Murillo ha asumido el papel de madre de los menesterosos, además de serlo de ocho hijos. Suficiente para fundar una dinastía. Los requisitos del liderazgo político son los mismos para hombres y mujeres, cuando se trata de mujeres hay que añadir los recursos tradicionales de la coquetería femenina. Thatcher no soltaba su collar de perlas de cuatro hilos y Teresa May insiste en ponerse minifalda.

Es tan fuerte la presencia de Rosario Murillo en los hogares nicaragüenses, en los que se instala por medio de la radio y la televisión, que cada vez se la ve menos como la esposa de Ortega y más como la mujer que muy probablemente será la próxima presidenta de Nicaragua. Sin embargo, para su disgusto, los opositores no dejan de recordar que es también la madre de Zoilamerica, la joven que denunció a su padrastro, Ortega, de abusar sexualmente de ella durante 10 años, desde que entró a la pubertad. También acusó a su madre de callar y condonar el abuso. La pareja Murillo-Ortega declaró loca a Zoilamerica, y resistió unida el vendaval del escándalo, por solidaridad o porque eran cómplices, lo cierto es que la hija ultrajada tuvo que abandonar su país, la forzaron a irse.

Al igual que Eva Perón, Rosario Murillo no se tienta el corazón cuando de sus adversarios se trata, y, me pregunto si no está detrás de los asesinatos y de la represión que en los pasados meses han convertido amplias zonas de Nicaragua en campos de batalla en los que han caído más de 300 nicaragüenses. (Jon Lee Anderson, Fake news and unrest in Nicaragua, The New Yorker, 3/9/18)

Murillo no es la primera esposa de dictador que ejerce un poder paralelo. Elena Ceausescu, la esposa de Nicolai Ceausescu, presidente de Rumania hasta 1989, pretendía ser una gran química. Tanto así que se mandó a hacer una enciclopedia de más de 40 volúmenes que presentaba como autora única. Pobre de aquél que pusiera en duda la autoría de los trabajos de investigación que firmaba y que todos sabían que ella no había escrito. Fue premiada y galardonada por los gobiernos de Filipinas, Portugal, Italia, Irán y Argentina, pero ni siquiera todos esos premios despertaron en ella compasión y generosidad para salvar a los niños huérfanos que crecieron abandonados en condiciones miserables en orfanatorios del Estado, y se volvieron locos o se murieron de hambre. En lugar de frenar la política natalista de su dictador, sólo aspiraba al premio Nobel de Química. Hasta viajó a Suecia con la esperanza de recibirlo, cuando ni el teléfono le contestaron, empacó furiosa su maleta y se regresó a Bucarest. Madame Ceausescu fue juzgada y sentenciada a muerte en 1989. Dicen que suscitaba tanto odio que el pelotón de fusilamiento se amontonó para que cada uno de sus miembros tuviera la satisfacción de haberle disparado. Recibió más de 100 tiros de fusil.

También podemos evocar a Imelda Marcos, a Jian Qing, la cuarta esposa de Mao, asociada a la sanguinaria Banda de los Cuatro. No todas las esposas de los dictadores son peores que ellos. Es cierto, no sabemos si Eva Braun, la esposa-hija de Hitler, Carmen Polo de Franco o Clara Petacci, la amante de Mussolini, le susurraban en las noches al oído al dictador que amaban, a la manera aterradora de la Lady MacBeth de Shakespeare, nombres de traidores, intrigas y sentencias de muerte. Tampoco sabemos si ellas sabían de los crímenes de su amado, o si se los aconsejaban al mismo tiempo que les prometían el perdón.

Y no va en esto misoginia, sino una simple denuncia de los excesos del poder que atacan a dictadores y dictadoras por igual.