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Herencia atendida
M

e gusta encontrar coincidencias, pero me gusta más imaginarles algún sentido, lo que intentaré hacer con las que recorren la historia de la publicación de La buena compañía (Ed. E., 2017, México), mi libro más reciente, un panorama de la literatura del siglo XX presentado a través de los diferentes géneros literarios, de los más antiguos y convencionales a los más modernos y experimentales.

Así, en este entretejido de casualidades y realidades, me pregunto qué significado podrá tener que la fecha de publicación de mi trabajo coincida con la del nacimiento de mi mamá, que empezó a la medianoche de un 27 de octubre y que concluyó en los albores del día 28. Y lo primero que se me ocurre atribuir al hecho es su carácter, aun fronterizo, augural, lo que puede ser irracional pero que no deja de tener encanto. Será un libro abarcador en el tiempo, por lo tanto, longevo, capaz de cruzar fronteras. Será bello, bueno y fino, como lo fue ella; ingenioso, bien fundado, educado. Ella era honesta, honrada y justa, y también era hábil, cuidadosa, capaz y sagaz. Cualidades y virtudes que, sea yo idealista o realista, sin duda espero que La buena compañía posea y manifieste. En todo caso, a ellas apelaré para salir lo más airosa posible del juego en el que me enredaron otras coincidencias que han acompañado la salida de mi libro.

Entre otras, la casualidad de que hoy regrese de sus vacaciones de verano (rigurosas en Europa) el editor catalán que anuncia para enero la publicación de La bu ena compañía, en N. Ed., pues, de no haber sido por la información, yo habría seguido aplazando la redacción de esta historia que, si antes me entretenía planear, ahora me urge escribir. Pues no deja de ser curioso cómo, a pesar de su larga gestación y del reconocido cuidado que yo misma sé que aplico a mi trabajo, finalmente se hubiera publicado con descuidos, reparables para una (improbable) segunda edición en Ed. E., o para la próxima (inminente) en N. Ed., pero inexplicables para mí. En un principio, además, desconcertantes y más que molestos.

En síntesis, el grave descuido que cometí fue omitir, en la versión final del manuscrito, que entregué al editor algunos comentarios a algunas de las obras que con toda conciencia y precisión anuncio en el índice. Advertí este espinoso y comprometedor cabeceo sólo una vez publicado el libro, cuando leí el primer ejemplar impreso. Y, tras la tremenda inquietud inicial que me ocasionó este error, empecé a buscar posibles explicaciones, con una doble finalidad, la de tranquilizarme y, sobre todo, la de encontrar la solución más factible.

Mientras tanto, el libro estaba en librerías y la difusión había empezado. Creo que aun cuando pasé con bien las presentaciones y entrevistas, a lo largo de estos meses temí la aparición del crítico que señalara mi omisión. Lo hiciera con buenas intenciones o con intenciones no tan buenas, a mí me sería difícil y, en especial, angustioso, enfrentar la contingencia. Hoy sé que este pánico precipitó la solución que encontré.

Segura de que el descuido se debió a las circunstancias, hoy veo lo sencillo que puede ser repararlo. Si descarto, por ineptitud, la reescritura de los comentarios omitidos, o su búsqueda entre mis borradores o en los archivos en la computadora, no se trata sino de enviar un nuevo índice a mi editor catalán.

No es necesario que él conozca mayor detalle de la historia. Que, cuando revisé y entregué el manuscrito a mi editor en México, yo acababa de salir de un problema de salud que me tuvo entre la vida y la muerte, aun cuando la experiencia justificara que sin advertirlo hubiera entregado una versión incompleta, anterior a la que había considerado la final. O como que, a pesar de lo apreciable que ha sido y será para mí la intención del gesto de mi editorial mexicana, lo publicara con rapidez, a riesgo de alterar el prestigio de su trabajo editorial, y prisa que se opone al ritmo de la formación de mi libro, que empezó en 2003.