18 de agosto de 2018     Número 131

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

ILUSTRACIÓN: nación321

Ganamos

(A ver si nos cae el veinte)

México ya cambió. Aun no entra en funciones el nuevo gobierno y después habrá que esperar los resultados de su gestión, sin embargo, el primero de julio México giró sobre su eje. Desde el punto de vista de las subjetividades el país es otro, porque hoy sabemos que cuando menos 30 millones de compatriotas están expresamente por el cambio; por el cambio cierto y decidido pero moderado y paulatino que ofrece el gobierno de López Obrador. Y esto hay que leerlo como una revolución comicial; que, por lo visto en el Cono Sur de los “gobiernos progresistas”, es el nuevo tipo de revolución que nos trajo el siglo XXI.

Por vez primera en décadas tendremos en nuestro país un gobierno legítimo que, además, será de izquierda; de la izquierda reformadora por la que votó más de la mitad de los que sufragaron, de la izquierda posibilista que escogió en las urnas el México profundo realmente existente.

Se vale seguir trabajando por una transformación más radical de las estructuras socioeconómicas. Y algunos sin duda lo haremos, pues las convicciones profundas van más allá de la coyuntura. Lo que no se vale es olvidar que el país ya cambió: que hay nuevos protagonistas, que el escenario es otro y que otra debe ser la dramaturgia y otro el papel de todos y cada uno de los actores (aunque que, por lo visto, a algunos les cuesta trabajo, porque ya se habían aprendido sus viejos parlamentos).

México cambió y seguir siendo de oposición del mismo modo en que lo éramos antes -así nomás, como si nada, porque uno es anticapitalista y el gobierno electo no lo es- conduce al doctrinarismo autocomplaciente, a la etérea y descontextualizada política testimonial, a la impotente vacuidad.

Podemos, por ejemplo, simpatizar con Marichuy y con la causa indígena tal como la posiciona el EZLN. Pero no podemos darle la espalda al hecho de que el primero de julio el pueblo votó y lo hizo masivamente por el Peje. No porque está harto, porque es ingenuo y mesiánico o porque en el fondo es anticapitalista aunque no se ha dado cuenta, como quisieran algunos analistas. La gente fue a las urnas por la esperanza fundada que López Obrador y Morena representan. Entonces, si en verdad estamos con la gente, esta definición multitudinaria debe ser el referente principal de nuestra acción.

Conforme se fue gestando el tsunami comicial de julio el gran movimiento por el cambio pasó de estar a la defensiva a estar a la ofensiva; de ser contra hegemónico a ser hegemónico. En consecuencia hay que transitar del énfasis en la resistencia al énfasis en la construcción; de parar los golpes de gobiernos ilegítimos, antipopulares, vende patrias y corruptos a edificar el país que queremos junto con el nuevo gobierno. 

En los tiempos del PRIAN era legítimo y pertinente amacharse en el puro NO, pues ciertamente con los tecnócratas matizar era claudicar. No a la minería tóxica, no a las grandes represas, no a todos los megaproyectos… eran fórmulas correctas. Y hoy en cierto modo siguen siéndolo. Pero ya no bastan, pues el primero de julio elegimos un gobierno expresa -y exigiblemente- comprometido con la defensa de las comunidades y con la preservación del medio ambiente. Y esto, insisto, hace la diferencia.

Ahora la cuestión es cómo -sin chaquetear ni bajar la guardia- empezamos a materializar aquí y ahora este compromiso con las comunidades y con la naturaleza. Pero teniendo siempre en cuenta las condiciones objetivas, la correlación de fuerzas, la viabilidad de lo que nos proponemos… Porque, en adelante, el que los planes del pueblo y el gobierno tengan éxito es también nuestra responsabilidad.

El Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), por ejemplo, puede y debe seguir diciendo NO al nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, como lo ha venido haciendo en días recientes. Pero ahora este rechazo va acompañado por una más explícita visión de desarrollo socio ambiental para la cuenca Texcoco-Atenco, que no solo detendría la ominosa megalópolis que imaginan ahí Slim y sus congéneres, sino que restauraría la vida campesina y comunitaria de la región.

Recuperación de una zona hoy degradada, a la que no puede negarse un gobierno federal como el de López Obrador, que apuesta expresamente por la agricultura, por los campesinos y por la naturaleza. Y que también incumbe al nuevo gobierno de la Ciudad de México, encabezado por Claudia Sheinbaum, pues los planes de los especuladores inmobiliarios no solo arrasarían con el entorno del presunto aeropuerto, también arrastrarían tras ellos a la cuenca entera, haciendo imparable el deterioro de toda la conurbación metropolitana. En cambio, la restauración socio ambiental y campesina que proponen el FPDT y sus aliados, sería el modelo a seguir en el resto de la cuenca y en particular en los pueblos del sur.

Gobernar juntos el café. Otro sector muy organizado y siempre propositivo, al que fácil le cayó el veinte de que con el vuelco político había cambiado el terreno del accionar campesino, son los cafetaleros, que en abril -antes de la elección- en un multitudinario foro realizado en Cuetzalan, Puebla, presentaron al futuro secretario de agricultura de AMLO, sus sólidas propuestas para una política cafetalera nacional; mismas que en agosto y en otro foro realizado ahora en la ciudad de Oaxaca, expusieron de nuevo, esta vez a la futura secretaria de bienestar.

No fue una queja ni una simple petición, sino un sustentado plan de recuperación del ramo agrícola más importante después del maíz, con cerca de medio millón de productores, en su mayoría indígenas, y un número aún mayor de pizcadores; un cultivo que genera un valioso y reconocido producto de exportación; un sector viable pero de mercado fluctuante, lo que demanda decididas intervenciones gubernamentales; un gremio golpeado primero por la roya, un hongo que tumbó las cosechas, y cuando apenas se reponía la producción, por una severa reducción de los precios internacionales.

Un apoyo fiscal emergente para que la cosecha 2018-2019 pueda ser levantada, pues hoy las cotizaciones no pagan ni los costos de producción y sin esa compensación temporal la caficultura nacional sufriría un golpe de muerte; continuar y mejorar el Programa de Fomento a la Producción de Café, negociado con la Sagarpa desde 2016; formar un Instituto Nacional del Café, fueron las propuestas principales.

Planteos que aún no encuentran respuesta explícita en el inminente nuevo gobierno, posiblemente porque hay una cierta indefinición de incumbencias. Y es que el café ha sido y debe ser asunto de la secretaría de agricultura, que forma parte del gabinete económico, pero se ha dicho que en el nuevo diseño institucional pasaría a la de bienestar, que forma parte del gabinete social. Y mientras son peras o son manzanas, los cafetaleros no tienen un interlocutor claro. Aunque para ellos es obvio que una política integral supone una estrecha concertación interinstitucional: “un plan nacional de desarrollo para las regiones cafetaleras que articule las acciones de varias dependencias gubernamentales”, dicen en el documento presentado en el Foro de Oaxaca…

Las trasnacionales agroalimentarias, que eran el poder tras de la Sagarpa, quieren seguirlo siendo. Y mientras no haya definiciones claras del nuevo gobierno, los caficultores no descartan la amenaza. De modo que en el encuentro de Oaxaca ya hubo reclamos: “Si tenemos que seguir siendo de oposición, lo seremos. Pero esperamos que no”.

Con todo y los asegunes, en el segundo foro la nueva relación entre futuros servidores públicos y dirigentes sociales fue fraterna y entusiasta. Fernando Celis, representante de la Coordinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras, lo sintetizó inmejorablemente: “Esto es un movimiento: algunos están en el gobierno, otros en las organizaciones y otros en las comunidades, pero esto es un movimiento”

¿Amacharse en el no? En cambio, exigirle al nuevo gobierno “cancelar… todas las concesiones mineras… de forma inmediata”, como reclama en un reciente comunicado la plausible y aguerrida convergencia de resistencias territoriales que es la Red Mexicana de Afectados por la Minería (Rema). Y demandarlo perentoriamente, aun sabiendo -porque es obvio- que ni este ni ningún otro gobierno lo puede hacer así nomás, es repetir una retórica que quizá sirvió con el viejo régimen pero que sería mejor empezar a cambiar.

Detener, sancionar y reparar las bárbaras afectaciones socio ambientales de la megaminería, no entregar nuevas concesiones y revisar la legalidad de las existentes, son demandas justas que el nuevo gobierno puede y debe cumplir. En cambio emplazarlo a que acabe de un plumazo con toda la minería, pues “no hay tiempo para matices (y) esperamos contundencia”, es marginarse de la realidad en nombre de una identidad política que de esta manera corre el riesgo de petrificarse.

No digo que dejemos de criticar, no digo que renunciemos a exigir; propongo, sí, que habiendo hecho el milagro: habiendo logrado lo imposible el primero de julio, seamos ahora utópicos exigiendo lo posible… y trabajando juntos por ello.

La tarea inmediata de los que integran el nuevo gobierno es emprender la regeneración del Estado mexicano, hoy postrado; la tarea inmediata de los demás es emprender la regeneración de la sociedad mexicana, hoy desguazada. Porque sin instituciones públicas saneadas, vigorosas y orientadas al bien común, no habrá cambio justiciero; pero tampoco lo habrá sin una nueva, animosa y creativa organicidad social.

La clepto-tecnocracia que emporcó y carcomió al Estado mexicano, también desgarró nuestro tejido social. Desde los años veinte del pasado siglo la “revolución hecha gobierno” había fomentado el clientelismo y el corporativismo, pero en las décadas neoliberales lo poco que había de organización gremial válida se desfondó.

Salvo excepciones, como el sindicato minero, en el mundo del trabajo asalariado no hay organismos gremiales democráticos y combativos sino contratos de protección; en el campo los pueblos aun defienden heroicamente sus territorios, pero el ejido fue en gran medida desmantelado y las organizaciones económicas de productores que todavía subsisten, con tal de conservar su membrecía se han visto reducidas a “bajar recursos” de los programas públicos; la mayor parte de las agrupaciones de colonos urbanos devinieron cacicazgos; a nombre de los comerciantes y empresarios pequeños hablan por lo general las cúpulas corporativas; no hay organizaciones representativas de estudiantes, ni de profesionistas, ni de mujeres…

Hay resistencias, sí. Ahí está la coordinadora de los maestros democráticos; ahí están las redes que enlazan a quienes se oponen a los megaproyectos; ahí están las comunidades que aún se articulan en el Congreso Nacional Indígena; ahí están las indoblegables organizaciones de víctimas; ahí están las asociaciones civiles defensoras de derechos… Poco, muy poco para lo que es el país. Casi nada, en verdad, para lo que demanda la regeneración de México.

Entonces lo urgente es organizar. Organizar  ya no solo para resistir sino para construir; para resolver juntos pequeños o grandes problemas; para hacerle frente a los retos con ayuda del gobierno o sin ella. Porque, viéndolo bien, si nos decidiéramos, muchos de los males que hoy nos aquejan podríamos remediarlos sin más recurso que la solidaridad y la organización.

Ahora que tendremos un buen gobierno es el momento de dejar de ser gobiernistas. Dejar de esperar que las soluciones vengan siempre de arriba. Dejar de organizarnos solo o principalmente para reclamar, demandar, exigir…

Ahora que vamos a tener un gobierno que nos va a apoyar en vez de hostilizarnos y bloquearnos hay que dejar atrás el síndrome del “ogro filantrópico”; un endiosado leviatán que junto con la Virgen de Guadalupe debía remediar todos nuestros males.

Del nuevo gobierno esperamos muchas cosas; entre otras, aquellas a las que se comprometió durante la campaña. Pero esperamos, sobre todo, que esté dispuesto a escucharnos y a trabajar junto con nosotros; junto con el pueblo organizado. Que esté dispuesto a convocar y movilizar, no únicamente sus recursos institucionales y presupuestales -siempre insuficientes-, sino también la enorme creatividad y energía social hoy aletargadas. Algo de esto hizo el gobierno del general Cárdenas. Y le salió bien.

Sin gremios estructurados; sin sindicatos y uniones campesinas; sin organizaciones locales, regionales y sectoriales; sin convergencias plurales y deliberativas; sin empresas asociativas de producción y servicios… no habrá cambio verdadero. Porque a la sociedad no la organizan ni el mercado ni el Estado, la sociedad se organiza sola. Y sin frentes, alianzas, uniones, federaciones, redes, asociaciones civiles, consejos, comités y toda clase de colectivos grandes y pequeños, haga lo que haga el nuevo gobierno no veremos la luz.

En cuanto a la organización rural, lo que vislumbro es un cambio de terreno; una reorientación estratégica consecuente con que el primero de junio el país entero cambió, lo que exige pasar de la defensiva a la ofensiva mudando prioridades, formas de articulación, formas de lucha...

Paradójicamente, hace treinta y cinco años, en el arranque del neoliberalismo, la organicidad campesina mexicana dio un salto adelante. En una suerte de “bono de marcha” o cena de lujo para el condenado a muerte, con la complacencia y los dineros del gobierno de Carlos Salinas e impulsados por quienes se tomaron en serio aquello de que había llegado la hora de la “mayoría de edad” y de la “apropiación del proceso productivo”, durante los noventa surgieron millares de agrupamientos rurales de distintos niveles: uniones de ejidos, comercializadoras, financieras, fondos de aseguramiento, asociaciones regionales de interés colectivo, sistemas comunitarios de abasto, empresas en solidaridad, simples comités comunitarios y, pasando del viejo modelo centralista al de redes, surgieron también coordinadoras nacionales, unas multiactivas y otras sectoriales: café, granos básicos, bosques, finanzas sociales… que reivindicaban la autonomía en la gestión.

Lamentablemente lo que los tecnócratas ofrecían no era la esperada mayoría de edad campesina, sino el acta de defunción de unos pequeños productores que en la perspectiva neoliberal debían desaparecer. Y dejados a su suerte en medio de un mercado desregulado poblado de tiburones corporativos, casi todos los proyectos quebraron y la mayor parte de las organizaciones -no todas- se desfondó. 

¿Lecciones?

La primera es que la organización rural inducida desde arriba y por decreto es flor de un día y que sin políticas públicas favorables al campo y sustentadas en proyectos de desarrollo construidos participativamente, la inyección al agro de recursos gubernamentales, además de estéril es una fruta envenenada.

La segunda es que los procesos de organización agraria pueden ser rápidos y hasta explosivos si las políticas públicas generan expectativas, pero sobre todo si se apoyan en la iniciativa, la creatividad y la energía social de los campesinos.

La tercera es que la autonomía política y la autogestión económica y social son principios insoslayables de las organizaciones rurales, particularmente en el país del “ogro filantrópico”.       

Que el campo se puede reactivar organizadamente quedó claro en los últimos meses, en que un centenar agrupaciones rurales, que en su mayoría habían sido reducidas a la gestión poquitera de recursos y a la desgastante resistencia, construyeron conjuntamente un proyecto de salvación del campo y armaron una amplia convergencia: el Movimiento Campesino Plan de Ayala Siglo XXI, que pactó con López Obrador el apoyo a su candidatura si este asumía su programa agrario.

El pacto se firmó y las organizaciones se coordinaron regionalmente para formar comités pro AMLO que llamaron a sufragar, cuidaron casillas y vigilaron el recuento de los votos. Muchos lo hicieron y en alguna medida su esfuerzo coadyuvó a que esta vez el llamado voto verde fuera abrumadoramente para López Obrador y no, con en el pasado, para los candidatos del PRI.

El Movimiento persiste y se ha seguido reuniendo regionalmente. Pero hoy la tarea es otra y más difícil. Ya no se trata de ayudar a ganar una elección, ni tampoco de regresar a la gestión de recursos esperando que ahora tengan derecho de picaporte con los funcionarios y la derrama sea más generosa pues apoyaron electoralmente al nuevo gobierno. De lo que se trata es de reorientar las estrategias campesinas hacia planes de organización y desarrollo productivo integrales, ambiciosos y realmente visionarios; proyectos que en vez de consumir improductivamente los recursos sociales y públicos, los multipliquen…

Los campesinos ganaron su apuesta y el primero de julio México cambió. Lo que sigue es materializar lo que proclama el Plan de Ayala para el Siglo XXI:

“La recuperación del campo es responsabilidad de pueblo y gobierno… Regenerar al campo debe ser prioridad nacional y es un compromiso de los campesinos. Los hombres y mujeres del agro queremos seguir cosechando alimentos sanos para todos, generando empleo para millones, cuidando a la naturaleza, enriqueciendo la cultura. Los campesinos y los productores medianos y grandes, tenemos una responsabilidad con el país y vamos a cumplirla”.

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