Opinión
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La historia inédita
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or Dante sabemos cómo entrar al infierno. Pero hasta ahora nadie ha escrito cómo se sale de él. Algo así como una reverse Divina Comedia. Antes del 1º de julio, México se encontraba, sin duda, en alguno de los nueve círculos previstos por el poeta florentino.

Tan sólo en el proceso de los comicios murieron asesinados 130 candidatos a puestos de elección (¡junto con una parte de sus familias!) ¿Matar como método por una alcaldía o una diputación local? Uno se imagina que alguien aspiraba a un cargo y, al no obtenerlo, con toda normalidad, optó por el crimen. O bien que en algún rincón del país, una candidatura fracturaba un nervioso micro-equilibrio.

El más grave dilema para una sociedad acontece cuando la violencia deviene un sinónimo de su normalidad. En México, ya nunca se sabe hasta dónde ha llegado el colapso de los tejidos de la vida social y política.

Lo impensable el 30 de junio –un día antes de los comicios presidenciales– era un país capaz de hacer frente, de una manera masiva e individual, a la degradación de todas sus expectativas para recobrar su mínima capacidad de imaginar una vida civil viable.

El triunfo abrumador de Andrés Manuel López Obrador –una figura siempre contendiente de ese establishment que fabricó la normalización de lo inimaginable–, el vuelco nacional sobre las urnas, la renuncia del propio sistema a cometer una tropelía, marcan acaso un clivaje en la historia más reciente: una historia inédita, fraguada en el subsuelo de las recientes dos décadas, de una sociedad que se sorprende a sí misma al descubrir que todavía puede albergar expectativas. No es que el 1º de julio situara por sí mismo al país fuera de donde se encontraba hace un mes; pero sin duda lo sacudió del pasmo, le dio el beneficio de la duda para pensar que se puede salir de ahí.

Las interpretaciones sobre el resultado de las elecciones han sido del todo curiosas. Muchos de sus críticos aducen que 46 por ciento de la población votó contra AMLO. Con la misma certeza se puede afirmar que 86 por ciento de los votantes lo hicieron contra el Partido Revolucionario Institucional y lo que representa. Nadie se puede meter en el cerebro de un elector, y menos aún en sus reflexiones. Y las interpretaciones que siguen pertenecen a la esfera de los observadores de segundo orden, es decir, quienes se disputan la lectura de las estadísticas. Pero esta es otra historia: las de las tomas de postura frente al futuro inmediato, que inmerso en el acontecimiento es siempre el tiempo ahora.

Ese tiempo ahora es, sin duda, del todo incierto. Pero hay tres claves que apuntan hacia una probable ruptura (con el pasado inmediato).

La primera es la decisión de mantener los compromisos mínimos con quienes se volcaron a las urnas de manera masiva. Toda la política social de pensiones, becas y apoyos no sólo podría reanimar el mercado nacional, sino que está acompañada de una propuesta de reducción del Estado (bajar los salarios más altos, suprimir puestos duplicados, limitar las jurisdicciones de la burocracia, etcétera). ¿Keynes para tiempos globales? Nunca en el siglo XX mexicano se había formulado –me refiero en términos prácticos– una propuesta de esta naturaleza. (Yo agregaría la reducción del Congreso a 300 diputados, y la del Senado a 64 representantes). Si se convierte en una filosofía de gobierno (en el sentido de Ranciere, por supuesto), es decir, un principio general de la gubernamentalidad, los dividendos pueden ser más que eficientes.

En segundo lugar, un gobierno de coalición nacional. Esta es la parte más difícil. Digámoslo sin rodeos. El país proviene de una suerte de guerra incivil. Oficialmente, la cifra es de 234 mil muertos y 40 mil desaparecidos. Para rearmar la integridad del Estado –que fue uno de las fábricas de esta catástrofe– se requiere de cierto disciplinamiento. ¿Pero cómo operar si las fuerzas centrales capaces de impulsarlo no están unificadas en torno a un sólo partido? Maquiavelo gustaba decir que en política la inspiración representa 1 por ciento y la transpiración 99 por ciento. Se habla con frecuencia del pasado priísta de Andrés Manuel López Obrador. Pero tal vez esa sea su ventaja en la situación actual. Porque sólo un ex priísta sabría cómo desarmar los bajos fondos de las retículas de la cultura priísta –que fue la que precisamente sobrevivió después del intento del año 2000–.Y, sin embargo, el gabinete propuesto apunta en varias y disímbolas direcciones. Aunque todas ellas coinciden en un plano ostensible: son quienes lidiaron con el salinismo o se opusieron abiertamente a él. El dilema de una coalición nacional es cómo evitar que sustraiga al Estado su capacidad elemental de operar.

En tercer lugar, un ajuste casi inmediato con el centro de la política estadunidense. Todo el proyecto que se propone modificar la relación del contexto nacional con la escena global depende de la correcta lectura de las fuerzas actuales que definen esa escena. Acaso una de las pocas opciones para salir adelante consiste en capitalizar las diferencias, conflictos y contradicciones entre los grandes poderes que marcan la cartografía de un mundo multipolar. Para ello, es preciso marcar los límites con la fuerza que –para México– inclina principalmente la balanza. Esa fuerza se concentra hoy no en los circuitos financieros, no en los tráficos invisibles, sino en la Casa Blanca. Para contenerla se requiere trazar un nuevo mapa de relaciones con Europa, China y, probablemente, Rusia.

¿La diferencia? Hoy al menos se puede imaginar que esta opción sea posible.