Opinión
Ver día anteriorMartes 10 de julio de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nicaragua: la ceguera del poder
L

a crisis política que enfrenta Nicaragua se agrava cada día debido a los violentos extravíos gubernamentales, los cuales han dejado decenas de muertos y centenares de heridos, a raíz de una política de contención que ha pasado de la represión policial a un accionar de grupos lumpenizados y parapoliciales cuyos nexos con el oficialismo resultan inocultables.

Ayer, una misión de la Iglesia católica integrada por jerarcas del clero –entre los que se encontraba el nuncio apostólico, Waldemar Sommertag–, informadores y activistas de derechos humanos, fue atacada en la localidad de Diriamba por decenas de encapuchados que ingresaron por la fuerza a la Basílica de San Sebastián.

En la incursión golpearon a varios integrantes de la misión, lesionaron al obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez, y tundieron y robaron los materiales de trabajo a algunos periodistas. El propósito de los agredidos era auxiliar a los habitantes de Diriamba y de la vecina Jinotepe, en la provincia de Carazo, al sur del país, donde nueve personas murieron y 200 fueron secuestradas por los paramilitares, a los que recurre con creciente frecuencia el régimen que encabeza Daniel Ortega Saavedra, con la finalidad de dispersar manifestaciones opositoras.

En el curso de los meses recientes el aislamiento del gobierno se ha incrementado en forma proporcional al repudio social en su contra. La gran mayoría de los dirigentes de la insurrección de 1979, que llevó al poder al Frente Sandinista de Liberación Nacional –y al propio Ortega, en calidad de presidente– se han distanciado del régimen actual, y el mismo hermano del gobernante, Humberto Ortega, ex jefe del Ejército, lo ha conminado a dejar el cargo antes de que se pierdan más vidas.

Lo más sorprendente de la situación es que ni Daniel Ortega ni su esposa, Rosario Murillo, considerada una cogobernante de facto, parecen darse cuenta de que se encuentran en un escenario no lejano a una sublevación popular como la que hace casi 40 años derribó al dictador dinástico Anastasio Somoza y en la que el mismo Ortega participó como uno de los dirigentes más connotados.

La exasperación de una amplia mayoría de la población ante un poder autocrático, errático y corrompido crece cada día, la barbarie represiva del gobierno no hace más que alimentarla, y el grupo en el poder ha optado por ignorar la historia.

Cabe esperar que Daniel Ortega y su círculo cercano sean capaces de superar su trágica ceguera, ya no para recomponer un régimen que con base en la información disponible parece no tener remedio, sino al menos para emprender una retirada pacífica y dar paso a la transición que demandan los nicaragüenses.