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El Estante de lo Insólito

Francisco Toledo

Nada es eterno. Ni la muerte. Quien trabaja para la eternidad es un pretencioso. Francisco Toledo.

F

rancisco Benjamín López Toledo nació, brotó, surgió o emergió entre concentraciones invertebradas, fuegos eróticos, humos artísticos y tlayudas en Juchitán, Oaxaca, en 1919. La academia tradicional, los honores, las formas políticas y hasta el cultismo a su paisano Benito Juárez, le valen madres. No tiene credencial de elector, no quiere homenajes, ni aceptó ser parte de El Colegio de México y no vive en ninguna nube de éxito pese a considerarse como un artista plástico de valor universal, consignarse en catálogos exclusivos de Europa o tener respeto de las organizaciones más destacadas del mundo por su defensa de la cultura. Es tan único como sus insectos vivaces, sus demonios fálicos o sus aves de planeos imposibles. Recordando las reglas que de tanto versarse se vomitan, es más apreciado en el extranjero que en su país, donde algunos sólo lo recuerdan por la tamaliza descomunal que organizó como protesta para mandar al diablo a la sucursal de McDonalds que pretendía instalarse en el centro de Oaxaca. Francisco Toledo es mucho más que unos pinceles empujados por un creador apreciable. Es una fuerza y una inspiración absoluta.

Licuando la creación

Francisco Toledo es, como los artistas que dan peso a su prestigio, un inconforme con los frutos emergentes de un primer estudio o boceto. Hay que verlo de nuevo, calcular otro ángulo, pensar otra posibilidad de composición. ¿Qué hacer con kilos y kilos de papeles con medio carboncillo, figuras de endeble entintado, distribuciones anatómicas que no son estructura definida? El oaxaqueño tiene técnica para engendrar pliegos nuevos a partir de lo que pudo ser deshecho: una licuadora industrial.

En gigante vaso mezclador, los dibujos, grabados y pinturas que pudieron ser se transforman en una pasta moldeable que se extiende como el nuevo lienzo. Usando tierra de diferentes regiones de Oaxaca, con moluscos triturados y otros elementos, el artista configura la textura de esos licuados como óleos de una generación terrosa, mística, donde el artista puede reinventarse, como se rehízo de nacer como extravío en la capital del país, para crecer en Minatitlán y llenar la mejor memoria de los primeros años con el río Coatzacoalcos, con las tortugas que se podían levantar como pedruscos, antes de que la modernidad lo llenara de edificaciones, comercios y rellenos de tierra que alejaron el agua y los animales, para que ahora parezcan sueños paradisiacos que pueden ser fábulas breves en una manifestación pictórica.

Por eso más vale fijar la memoria donde a uno le place. Por eso el pintor escoge lo que quiere y reconfigura desde su visión. Si Picasso descompuso cada segmento de Las Meninas de Velázquez en formato íntegro y fragmentos aislados para darle su forma, color y objetivo, Toledo hace de un pene la cabeza de una tortuga (una fotografía célebre llamada Hombre y tortuga), hace mosaicos con alacranes, pone a copular a los monos o a bañarse de luna a los conejos, reinventando las fábulas de la tradición oral, los mitos máximos, como apariciones nuevas, haciendo fresco lo que en los abuelos ya era añejo.

La venganza de los copros

Alejado de las estampas de diferentes escuelas pictóricas nativas que remarcan el folclorismo pluricultural, exótico y deslumbrante de Oaxaca, Toledo lo comprendió todo para hacer otra cosa, justo lo que define a los artistas con un filtro cosmogónico particular.

En su ensayo De la pintura (contenido en su antología APARICIONES; Fondo de Cultura Económica, 1987), Juan García Ponce señala: La pintura nos dice continuamente, crea un silencioso rumor incesante, en el que se expresan las diferentes maneras mediante las que el hombre se ha encontrado a sí mismo en relación con su forma de experimentar y por tanto de expresar sus propias reacciones y sentimientos ante el hecho de estar en el mundo.

Toledo tiene control de sus propias reacciones, dispensando sus ideas como la elaboración de lo nuevo. Desde la revisión taxonómica de criaturas que nacen como apareamientos translúcidos entre fálicos grillos; la intervención sobre arquitecturas vetustas para hacer pintura sobre paredes, pisos y techos; hasta hacer una revisión del clásico italiano Pinocho, donde el relato del personaje se transforma por entero, con una dimensión erótica impensable; similar a la convulsión reptil de los seres que van poblando sus infinitos lienzos, donde lo escatológico puede ser reto sardónico brillante, como lo que ocurrió con Los cuadernos de la mierda, larga serie (mil 500 imágenes) con toda clase de seres defecando como fin del mundo de copros totales. Ese fue su pago en especie a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, acogiéndose a la ley que establece que los artistas pueden disponer de obra propia para cubrir sus respectivos impuestos. ¿Respuesta como golpe bajo a los variados embates hacendarios? Quizá una sonrisa plena, como la gran defensa de la libertad creativa que es una de sus principales causas.

Foto
Foto Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

El socio gatuno

Toledo ilustró el brillante compendio narrativo de Carlos Monsiváis Nuevo catecismo para indios remisos (Edit. Plaza & Janés, 2001), donde el pintor rehízo grabados (nueve en total) de los siglos XVIII y XIX. La relación entre ambos creadores se extendió desde los ensayos de Monsiváis sobre la obra del oaxaqueño, hasta la edición del catálogo Toledo-Monsiváis, que reúne colaboraciones entre ambos. Monsiváis entendió como nadie la condición creativa y técnica de Toledo en ese conjuro de lo sexual y lo bestial, la esfera de las razas mágicas: “Toledo no quiere registrar un mundo a su nombre sino aclararse un sedimento personal (étnico, social, literario) que no admite separación entre contenido y forma. A él le conciernen el inmenso zoológico o el infinito acoplamiento…” (parte de Que le corten la cabeza a Toledo, dijo la iguana rajada; Ediciones Londres, 2000).

Como amistad jurada más allá de la muerte, las cenizas del escritor reposan en El Museo del Estanquillo en una hermosa pieza de barro decorada con técnica de pintura al óleo, obra de Francisco Toledo. Un gato asoma desde la cubierta cocida al horno.

El todo de la cultura

La cultura prodiga desde el aprendizaje y hay que prodigarle desde la creación. La filosofía de Toledo es un embate desde lo que los creadores pueden ser, y es una batalla para que lo consigan teniendo espacios propicios, instrumental de trabajo, formación educativa, conocimiento abierto por encima (a veces en contra) de los carriles acotados de la subvención y las becas.

Para que la cultura siga hay que defender identidad, raíces, recintos que nos definen, alientos que convocan, inspiraciones que del pensamiento se hacen poesía y color, trazo y manifiesto. Él que pudo recibir la confirmación elogiosa de algunos héroes personales que destacaron su calidad (los escritores Henry Miller, quien escribió en catálogo de su obra, y Octavio Paz, quien expandió sus horizontes culturales), el brazo del estudio y la colocación de obra gracias a otro oaxaqueño de pincel inmortal (Rufino Tamayo), usar la filantropía como extensión de la obra que provoca en donde es recibida (ha donado miles de piezas)

Francisco Toledo ha fundado fonotecas, video clubes, museos, talleres de pintura, de fotografía (una reunión de sus fotografías por el mundo superaría las 20 mil gráficas), bibliotecas, editoriales… muchos jóvenes dan sus primeros pasos en el arte cobijados por la probabilidad real de continuidad con estudios de categoría en sus escuelas. Es el torrente Toledo que no necesita coloquios, entrevistas, ni distinciones honoris causa. El homenaje está vivo y se llama nuevas generaciones de creadores, se apellida defensa de la lengua (que sólo uno de sus hijos –Natalia– hable zapoteco, ha sido un permanente lamento), del atuendo, de la esencia, la misma que él no perdió por tomar los pinceles en París o sentirse apreciado por la élite intelectual y artística de México.

Creer es una fuerza

Francisco Toledo, como su querido Carlos Monsiváis, es un admirador de la fe. La fuerza que otorga la creencia es insustituible y no se puede instruir sobre un sentimiento. Monsiváis era un lector profundo y reflexivo de la Biblia, pero su acercamiento al texto nunca fue en el sentido de la lectura sagrada, sino de lo que descubre la maravilla narrativa con sus niveles éticos, morales y la coerción ideológica de los deberes sociales. Toledo es una fuerza, y el ímpetu de lo que cada quien hace por ponderar su credo es lo que activa su condición. Para Toledo la creencia es la cultura y la energía de la creación (es también uno de los artistas más prolíficos que hayamos tenido). Angélica Abelleyra en el gran libro sobre el artista SE BUSCA UN ALMA, Retrato biográfico de Francisco Toledo (Edit. Plaza & Janés, 2001) consigna como parte de la larga charla que sostuvieron:

–La historia oral de muchos pueblos está llena de fantasía y magia. ¿Crees en ellas, aunque sea un poco?

–No creo en nada. Pero me gusta la gente que cree. Admiro la fe de las personas del campo o la creencia en la Virgen de Guadalupe. O los niños, que creen en las hadas.