Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Fiesta para todos

S

alí de mi casa después de las ocho de la mañana. A esas horas había mucha gente caminando rumbo a la casilla. Un hombre que pasó junto a mí hablaba por el móvil en voz muy alta y alcancé a oír lo que decía: Sí, desde luego que votaré. El problema es que todavía no sé por quién. Tal vez el desconocido habría pensado de otro modo si le hubiera dicho lo que me sucedió ayer en la casa de Malú: gracias a ella tuve oportunidad de hablar con su abuelo, don Fermín. Nunca imaginé que lo conocería por circunstancias derivadas del último terremoto.

I

Como tantos otros, el edificio Tepic quedó en muy malas condiciones. Los inquilinos tuvieron que salirse de los departamentos. Los negocios que ocupaban las accesorias en la planta baja cerraron, entre ellos el salón de belleza donde trabajamos por más de ocho años mi hermana Delia y yo.

La dueña del salón prometió volver a ocuparnos en cuanto se normalizara la situación. Suponía que iba a ser en poco tiempo, pero no fue así. Mi hermana y yo pasamos más de dos meses esperando. Cuando empezaba a desesperarme a Delia se le ocurrió una idea que a mí jamás me habría pasado por la cabeza: ofrecer nuestros servicios a domicilio a nuestras antiguas clientas. La ocurrencia me pareció buena, aunque no me gustó mucho. No es lo mismo trabajar en el salón de belleza que en una casa. Allí disponemos de muy poco espacio y las interrupciones son constantes: llegan visitas, vendedores, las señoras se levantan para atender asuntos domésticos y, al final, hacer un tinte o una manicura lleva horas. La pérdida de tiempo sale cara y es preocupante, pero mucho menos que el desempleo.

II

De todas mis clientas, mi preferida es Malú. Durante años fue al salón de belleza cada tres semanas y seguimos con ese mismo ritmo desde que la atiendo en su casa. El lunes pasado le teñí el cabello; sin embargo, me llamó ayer por la tarde: quería que fuera a cortarle el cabello y la barba a su abuelo, don Fermín. Su peluquero de toda la vida se había caído en las escaleras del Metro. Estaba fuera de circulación y era necesario que alguien lo remplazara. La elegida fui yo.

No pude negarle el favor a Malú y, además, desde hace mucho tenía curiosidad por conocer a don Fermín. Despertó mi interés lo que su nieta me ha contado de él: le encanta caminar y leer, guarda con devoción el recuerdo de su esposa, está al corriente de todo; de lunes a viernes trabaja en su tallercito de relojería –algo admirable en un hombre que anda por los ochenta años. Si tengo la suerte de llegar a esa edad me gustaría ser tan activa como él.

III

Don Fermín ocupa la última recámara del departamento. Cuando Malú Lulú me llevó a conocerlo lo encontramos cepillando un traje oscuro, como para ceremonia. Sobre la cama estaban bien dobladas una camisa blanca y una corbata gris. Al ver las prendas, Lulú hizo una broma: Ay, abuelo, hasta parece que irás a una fiesta. Don Fermín la miró con severidad, pero no la desdijo. El tiempo se iba, necesitaba empezar mi trabajo y le pregunté dónde quería que lo arreglara. Malú respondió: Aquí. El baño es demasiado pequeño. Abuelo, tranquilo: ella es buenísima cortando el pelo.

En cuanto nos quedamos solos, don Fermín tomó asiento en un taburete frente al tocador. Se veía incómodo y cohibido. Yo estaba igual. Para relajar la situación le pregunté cuántos años lo había atendido su peluquero. Quince. Tal vez más. Me acostumbré mucho a su estilo. El de sus compañeros también es bueno, pero demasiado moderno para mí: se alocan.

Por el comentario y el corte que llevaba entendí lo que esperaba de mí, pero de todas formas le pregunté: ¿Cómo le gusta: largo o regularcito? Me conformo con quedar bien. Tomó el periódico y se puso a leer; no dudo que por interés en las noticias, pero creo que también para ocultarse de mí.

Necesitaba ganarme su confianza y pensé en lograrlo haciéndole plática: ¿A qué hora es su fiesta? Hizo a un lado el periódico y me miró a través del espejo: ¿Cuál? Malú dijo... No sé qué tiene mi nieta en la cabeza: se pasa la vida inventando cosas. Entonces, no habrá fiesta. Bueno, en cierta forma sí, y para todos. Creí que estaba refiriéndose al partido de mañana, pero como no sé nada de futbol cambié a un tema que durante semanas nos ha tenido interesados a todos: las elecciones.

Empecé por contarle que a mi vecina la habían elegido como escrutadora. Ella estaba molesta porque el domingo es el único día que pasa con sus hijos. Don Fermín reaccionó de inmediato: Su amiga tendrá el resto de su vida para ver a sus niños; en cambio, quién sabe cuándo volverá a tener el privilegio de ser escrutadora.

Lo dijo con tal entusiasmo que le pregunté si a él le habría gustado ser escrutador. Sí, pero no me tomaron en cuenta. A lo mejor la próxima vez que haya elecciones. A mi edad no es imposible hacer planes para dentro de una semana, mucho menos para de aquí a seis años. Ahorita no quiero distraerme con eso. Lo importante es que mañana saldré a votar.

Quise ponerme a la altura diciéndole que todos deberíamos cumplir con esa obligación. Me respondió vehemente: Es mucho más que eso: una forma de participar, de interesarse por el destino del país, por el rumbo que tomará. Esto es cosa de todos. ¿No lo cree? Pues sí, pero hay quienes piensan de otro modo. He oído que muchas personas, por miedo a que estalle la violencia, no saldrán a votar.

Don Fermín se volvió a mirarme: Bueno, allá ellos si quieren hacer caso de rumores absurdos; yo me niego: iré a votar. Después voy a recorrer otras casillas. Necesito mirarlo todo. Quizá sea la última vez que pueda hacerlo. Ahora le toca a usted responderme: ¿será de los que permanezcan en su casa, maniatada y enmudecida por el temor? “Eso no. Iré a votar, pero todavía no sé por quién. ¿Usted sí?“