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El bálsamo del dolor
E

l consejo con el que papá trataba de calmar a mamá respecto de sus hijos a medida que crecíamos: Déjalos cometer sus propios errores, a la recomendación que los sicólogos hacen hoy al niño, joven o adulto: Debes dejar de ser duro contigo mismo, han pasado, en mi caso, siete décadas, y con pena declaro que, por más que todos los días de mi vida desde mediados del siglo XX yo hubiera tenido presente el consejo de papá, y por más que ahora, en el siglo XXI, lea con toda atención cuanta explicación encuentro de la sicología y hasta de la siquiatría modernas, no sólo no he aprendido prácticamente nada de mis múltiples errores, de todo tipo, en todas y cada una de las áreas o instancias del desenvolvimiento en las que me he visto implicada y enredada, sino que cada vez me los reprocho más, todos y cada uno, y cada vez me recrimino más por no aprender de la experiencia y, por tanto, cada vez recurro con mayor frecuencia, y aunque sólo sea en la imaginación, a la única salida del tormento que veo posible, y que consiste en que me doy cuando menos una que otra bofetada, o uno que otro buen manazo, o uno que otro buen puntapié, pero tres veces al día, después del desayuno, después de la comida y después de la cena, tanto los días hábiles como los fines de semana, sin fallar.

Pero esto no es ni pretende ser ni un recuento de mis penas personales ni, mucho menos, ningún análisis de las mismas, no solamente porque hacerlo no me aliviaría sino, más importante, porque lo que de verdad quisiera comunicar es que sé que esta confesión y estas reflexiones no se circunscriben nada más a mí, ya que cada vez estoy más convencida de que hablan de todos nosotros, de los unos y de los otros, y de ahí que detallar mis propios errores no haría sino impacientar a quienquiera que me leyera, pues cada quien tiene su propia lista de motivos de dolor, su propio grado de tolerancia a ellos y, asimismo, su propia manera de enfrentarlos. De modo que así, al callar los míos, dejo el espacio libre para que lo llenen con los suyos los demás, si gustan, incluso hasta el desbordamiento. A estas alturas, estoy segura de que, y al ser ahora finalmente consciente de esta seguridad, sé muy bien lo increíblemente reconfortante que es saberlo, absolutamente todos sufrimos, tú y yo y el de más allá. Sin escapatoria. Con razón en los libros sagrados de la antigüedad se habla del valle de lágrimas que es el mundo, y con razón el lenguaje popular recoge el dicho que afirma que el mal de muchos es consuelo de tontos, o sea que todos, tontos o más o menos tontos, padecemos, aunque saberlo no aplaque nuestro mal individual.

Y quizá no me habría yo atrevido a dar forma escrita a estas elucubraciones, tan duras y tan lamentables, de no haber sido porque esta madrugada, mientras leía, fascinada, las Vidas breves, de John Aubrey, llegué a la biografía mínima dedicada a Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, 1550-1604, insolente, orgulloso y extravagante, y me encontré con un pasaje que me hizo sonreír tanto, y que me abrió los ojos a tal grado a una enseñanza, que sé que debo registrarla aquí, pues da sentido a los párrafos anteriores, en los que abordé el tema de lo complejo que es aprender de la experiencia, y del subsiguiente cuestionamiento que me hago de los caminos que ofrece la ciencia para atenuar la pena que nos causa semejante realidad. Me refiero a que, para un escritor, sí es posible dar con la forma de hacer frente al dolor común, y que la manera en la que se alcanza esta solución es a través del ingenio y del humor.

Cuenta Aubrey que este conde de Oxford, al inclinarse solemnemente en una reverencia ante la Reina Isabel, expelió una ventosidad, y que esto lo dejó tan avergonzado que abandonó la Corte y se dedicó a viajar por Italia durante siete años. Al regresar a su país, la reina le dio la bienvenida con estas poco ingenuas palabras: Señor mío, ya se me había olvidado lo de vuestra ventosidad.