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Philip Roth: del éxodo al retorno
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oth (1933-2018), el estadunidense, porque hay en la literatura al menos otro Roth más, Joseph (1894-1939), el gran mitificador del imperio austrohúngaro y de su natal provincia de Galitzia –alemana, judía, polaca, ucrania, etcétera– de dónde provenía de hecho una parte de la familia de Philip, tenía un particular don de causar revuelo entre los suyos.

No era sólo que el eterno candidato al Nobel que con un gesto dialéctico de la pluma solía mitificar y desmitificar a EU –recordemos a La gran novela americana, La pastoral americana o La conjura contra América– rechazaba identificarse siquiera como un escritor americano-judío: si no soy [simplemente] americano, no soy nada (The New York Times, 22/5/18).

Es que desde el comienzo de su carrera –y a pocos años del Holocausto–, se propuso retratar a su gente –los judíos estadunidenses–, sin ningún trato especial ni tabúes.

Cuando salió su primer cuento más grande – El defensor de la fe, (1959)–, la historia de un recluta judío y su atormentado sargento en una remota base en Missouri, los rabís neoyorkinos dijeron que sólo reforzaba los estereotipos denigrantes y les daba munición a los enemigos. Lo tacharon de un self-hating jew y un antisemita.

Años más tarde Gershom Scholem, el gigante del misticismo judío, escribió famosamente desde la lejana Jerusalén que El lamento de Portnoy (1969) era el libro “más dañino que Los protocolos de los sabios de Sion” y uno por el que rezaban todos los antisemitas ( Haaretz, 6/6/69). Recordemos: la novela que lanzó a Roth a la fama era un monólogo de Alex, un frustrado joven judío que se masturbaba compulsivamente.

Faltaba sólo que tornara su mirada hacia Israel, el país por el que –como Mickey Sabbath, uno de sus protagonistas y en contra de lo que se debería–, descaradamente no ha hecho nada (aparte de escandalizarlo).

Allí está Operación Shylock (1993), un libro cercano a El lamento..., que lleva al otro nivel y de forma más elaborada el mismo absurdo sicológico, en la que el aclamado escritor llamado Philip Roth llega a Israel para atender el juicio de John Demjanjuk, aquel sádico guardia ucranio de los campos de exterminio nazis en Polonia ocupada, sólo para percatarse que un impostor, su doppelgänger, anda por el país pregonando el diasporismo, un extraño revés del sionismo, que aboga por el regreso de los judíos israelíes a sus pueblos de origen en Europa del Este.

Diasporismo es presentado por el falso Roth como una solución al conflicto israelí-árabe. “Tarde o temprano todo desembocará en un Holocausto nuclear: sólo un éxodo a rebours será la salvación”. Israel llegó al final de su ciclo y hay que regresar a casa: ¡También miraban a Herzl como a un loco cuando pregonaba lo suyo hace 100 años!, dice el impostor que para implementar su plan va incluso a Polonia –un país con la mayor población judía de Europa antes de la Segunda Guerra Mundial– a hablar con Lech Wałęsa. El entonces presidente polaco tras las consultas con su compatriota el papa Juan Pablo II, promete ayudar a los judíos a retornar a casa: La cultura idish es tan polaca como judía. Polonia sin judíos es impensable. ¡Polonia necesita a judíos y judíos necesitan a Polonia!.

¿Y qué del histórico antisemitismo en la región que primero expulsó a las generaciones enteras –como a los abuelos de Philip que huyeron de un shtetl galitziano– y luego desembocó en el Shoah? Para el Roth II, cuya compañera, la flamante Jinx Possesski, una polaco-estadunidense fue una rabiosa antisemita hasta que se curó, todo es corregible: Antisemitas Anónimos y un elaborado programa de terapia sanará la latente adicción a la judeofobia facilitando el éxodo desde Israel.

Allí precisamente estaba el escándalo: el solo hecho de salir con una idea tan descabellada ponía en duda el mismo raison d'être del Estado judío.

Pero luego Roth –muy a su manera– para cada frase que ridiculizaba al sionismo ofrecía una que se burlaba de la diáspora; para cada juicio que Europa Central era un histórico y futuro “para disus judeorum”, anteponía uno que lo pintaba como un bastión del odio.

Luego, como siempre, entre la ficción y la realidad, la última es la que decide: cuando hace unos meses estalló una riña entre Polonia e Israel por la expresión los campos de concentración polacos –y una ley que penalizaba hablar de la complicidad polaca en el Holocausto–, se rompieron las compuertas del antisemitismo. Una nación de adictos, eso es lo que somos.

Los políticos polacos en vez de asumir la culpa por los pogromos durante y después de la guerra –recordemos a Jedwabne, recordemos a Kielce...–, detrás del éxodo del resto de los judíos no exterminados por los nazis, preferían balbucear sobre la “complicidad de los Judenrat” y seguir ignorando que el país emergió de la guerra fundado también en la ausencia de esta parte de la población. Podían haberle devuelto la jugada a Israel y mencionar la expulsión de los palestinos en 1948. ¿Palestinos? ¿A quién le importan los palestinos?

*Periodista polaco