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El repostero de Berlín
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▲ Fotograma de la cinta de Ofir Raul Graizer
E

xhibida durante el pasado Festival de Cine Judío en Ciudad de México, El repostero de Berlín (The Cakemaker, 2017), primer largometraje del realizador israelí Ofir Raul Graizer, tiene esta semana su estreno en la Cineteca Nacional y salas comerciales. Se trata de un relato intimista que refiere la experiencia de duelo de Thomas (Tim Kalkhof), un pastelero berlinés que viaja de Alemania a Jerusalén para instalarse ahí, muy cerca de la familia de Oren (Roy Miller), su amante judío masculino recién fallecido. Thomas, hombre gay taciturno y solitario, tuvo en Berlín un encuentro casual con Oren, un hombre de negocios bisexual, y pronto desarrollaron una intensa relación sentimental, vivida por el compañero israelí, padre de familia en su país, como experiencia clandestina y vergonzante. A la muerte accidental de éste último, Thomas decide acercarse a Anat (Sarah Adler), la viuda, y vivir a lado suyo, de manera incógnita, en la simulación y en un ritual expiatorio, el dolor de la pérdida compartida.

A medio camino entre una ficción próxima a las exploraciones socioculturales del alemán de origen turco Fatih Akin (A la orilla del cielo, 2007) y los dramas de ambivalencia sexual del cineasta turco Ferzan Ozpetek (Las hadas ignorantes, 2001), el debut fílmico del israelí Graizer ofrece un relato que transita con enorme soltura entre dos polos muy opuestos, la cultura occidental laica en la que, con cierta libertad, vive Thomas, y el ámbito más hermético de una tradición religiosa judía que obliga a Oren a practicar en un secreto total su sexualidad disidente. Hay también en la cinta referencias a un duro pasado histórico entre Alemania y el pueblo judío que todavía soporta los lastres de la incomprensión y el recelo mutuo.

Thomas llega hasta Jerusalén con el propósito un tanto impreciso de sellar una suerte de reconciliación con un país y una familia con los que se siente confusamente en falta. El suyo es un proceso de descubrimiento de una realidad ajena, diametralmente opuesta a la suya, en la que busca a la vez cobijo y acomodo. Su experiencia de duelo requiere, para poder él sobreponerse anímicamente y salir victorioso, del obsequio de un perdón que sólo puede provenir de la joven viuda Anat y, por extensión, del propio país de su amante desaparecido.

Esta trama guarda también una semejanza con Frantz (2016), del galo François Ozon, otro relato de un duelo sentimental combinado con las tensiones culturales e históricas entre dos países, Francia y Alemania, ambientada a finales de la Primera Guerra Mundial. Hay de igual modo en aquella cinta el ocultamiento de una identidad, la persistencia de una mentira necesaria, y un proceso de expiación encaminado a una posibilidad de perdón.

El elemento novedoso en la cinta del israelí es que todo el drama planteado tiene como un componente inesperado la celebración de un placer culinario. Thomas, el hombre silencioso que pudiera cargar con todas las culpas y frustraciones de una sexualidad negada por la sociedad y contrariada por la fatalidad, posee el don de seducir a propios y extraños con el arte de la repostería. En una sociedad israelí donde los rituales de la preparación y consumo de alimentos se observan con toda la austeridad de las prohibiciones religiosas, Thomas aparece como el portador de un hedonismo culinario irresistible. Algo no muy distante de los goces dispensados por aquella heroína de El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987). La irrupción del pastelero alemán gay en el ámbito de una sociedad hermética, muy atenta a la preservación del dogma, supone una saludable reivindicación de los placeres combinados de la carne y de la mesa.

Que el cine israelí proponga hoy una narrativa tan atractiva y libre es una muestra más de su enorme diversidad y riqueza.

Se exhibe en la sala 7 de la Cineteca Nacional, a las 15:45 y 18 horas, y en salas comerciales.

Twitter: @Carlos.Bonfil1