Opinión
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Mar de Historias

Jaulas

C

uando Rebeca llegó a vivir con su madre, en el viejo edificio de Belisario Domínguez, conocía a todos sus vecinos. Ahora no. Se cruza con ellos en las escaleras y los corredores y apenas se miran, intercambian un saludo rápido y siguen de largo con expresión desconfiada.

Para descansar, Rebeca se detiene y asienta en el piso las bolsas con la compra de la semana. Escucha pasos y se vuelve para mirar quién sube. Enseguida reconoce a Esther. Ocupa el departamento frente al suyo. Es famosa porque su hijo, enmascarado y con una capa azul, trabaja como fotógrafo los fines de semana en un restaurante campestre.

Cuando Esther pasa a su lado Rebeca la oye gemir. Sin atreverse a preguntarle nada se limita a dejarle el paso libre y a saludarla. Sin responderle, su vecina apresura el paso, abre la puerta del 403 y la cierra de golpe.

Rebeca sigue escaleras arriba, arrepentida de no haber hablado con su vecina. Muchas veces una palabra afectuosa es suficiente para brindarle alivio a quien lo necesita. Lo sabe por experiencia, y aunque el encuentro se dio hace muchos años, aún sigue agradecida hacia el extraño que una vez, al verla llorar en la calle, sin decirle nada le ofreció su pañuelo. Ese gesto hizo que ella se sintiera reconfortada en uno de los momentos más dolorosos de su vida.

II

Rebeca pone sobre la mesa de la cocina las verduras y el paquete de carne. Mira el reloj junto al gabinete. Tiene el tiempo justo para dejar hecha la comida y presentarse a tiempo en el molino donde trabaja. El sueldo es poco, pero no se queja. Piensa en las muchas personas que darían lo que fuera por tener un trabajo de lo que sea, en cualquier horario y sin verse en la necesidad de convertirse en emigrantes.

Percibe un leve olor a gas, abre la ventana y mira hacia las del 403. Se pregunta que estará pasando allí dentro, qué habrá desbordado la angustia de Esther. La imagina sola, agobiada. Sin pensarlo abandona su tarea, sale de su departamento y toca el timbre del 403. Como si estuviera esperando la visita, Esther abre la puerta y hace un movimiento con el brazo para invitarla a pasar.

III

Es la primera ocasión en que Rebeca entra en ese departamento. Le sorprende que sea tan reducido y oscuro. El suyo es más amplio, sus ventanas dan a la calle y por allí entra la luz del día. Cohibida, agradece la hospitalidad, pero sin atreverse a tomar asiento. Esther quita la máscara y la capa azules que están en el sillón y se disculpa: Perdone el tiradero. Estos días no he tenido fuerzas para hacer nada. Me siento muy triste por todo lo que nos está pasando.

La confesión espontánea y dicha en un tono casi amistoso le da ánimos a Rebeca para iniciar la conversación: ¿Le sucede algo a su hijo? No, él está bien. Aunque no tanto: el nuevo dueño del restorán le canceló el permiso para tomar fotos sábados y domingos. No ganaba mucho, pero le servía para sus gastos. Los problemas de nuestros hijos nos afectan más que si fueran nuestros.

IV

Esther toma asiento junto a su visitante: Estaba muy preocupada por el desempleo de mi hijo, pero al ver lo que está sucediendo con tantas familias en Estados Unidos me di cuenta de que hay situaciones mucho más graves. (Casi 2 mil niños han sido separados de sus familias en sólo dos semanas.) ¡Qué crueldad, qué horror apartar a niñitos de sus madres! A veces quiero pensar que nada de eso está sucediendo, que es un mal sueño, pero luego cuando oigo las noticias y veo en los periódicos las fotos de chamaquitos enjaulados, durmiendo en el piso, tengo que aceptar que ese infierno es real. (Centro de reclusión en Tornillo, Texas, para menores separados de sus progenitores indocumentados.)

Rebeca se lleva la mano al pecho: No quiero ni pensar en cómo se sentirán sus madres sin saber dónde están sus niños, imaginándolos sufrir, tal vez con hambre, con frío.

Indefensos y solos, sin poder escapar. (Centro de detención en McAllen: adultos y menores encerrados en una suerte de jaulas enormes, con rejas que sirven de paredes y controladas por puertas que abren y cierran siguiendo un código que se introduce en un pánel.) Algunos tienen menos de cuatro años y ya conocen la humillación de vivir enjaulados. Luego, cuando se normalice su situación, si es que eso llega a suceder, ¿cómo recordarán días tan amargos?

En respuesta, Esther manifiesta sus temores: Preferiría que los olvidaran. Tal vez resultará más fácil para los pequeñitos, pero los niños que tienen ocho, diez años, posiblemente vivan por el resto de sus días cargando la sensación de estar solos, perdidos en el mundo y sin saber dónde queda su tierra. (La mayoría de los niños separados son de Honduras, Nicaragua, El Salvador. De México sólo 21.)

Rebeca mira hacia la pared tapizada de retratos familiares. Entre ellos ve un cromo donde aparecen dos pastorcitos que caminan bajo la protección de un ángel: “Cuando yo era muy chica, mi abuela seguido nos contaba el cuento de Pepito y Pepita: un niño y una niña que, perdidos en el bosque, caen en las garras de una bruja. Malvada como ninguna otra, los enjaula y cada mañana va a comprobar si con la mala comida que les da han engordado para poder comérselos.” (No hay ley, por dura que sea, cuya aplicación justifique las jaulas de perrera en las cuales se confina, sin garantía alguna, a centenares de menores de edad sin atención o consuelo ante su estupefacta condición de acoso y abandono.)

¿Eso les contaba su abuela?, pregunta, incrédula, Esther. Sí, con detalles que me hacían deshacerme en lágrimas. (Entre los llantos de un grupo de niños que van de los cuatro y a los diez años, destaca la voz de un agente que habla perfecto español y dice: Vaya, tenemos una orquesta. Nada más falta el maestro.) Mi madre trataba de consolarme diciéndome que no fuera tonta, que todo era un cuento y que en la realidad esas cosas nunca suceden. ¿Qué diría ahora si viera lo que está pasando: niños enjaulados? (Política: tolerancia cero.) ¿Qué pensarán esas criaturas? ¿Qué soñarán cuando duermen? ¿Qué sentirán cuando despiertan y vuelven a verse en un lugar extraño sin encontrar caras conocidas; cuando lloran y no hay nadie que los consuele, que les brinde una caricia y, lo peor de todo, sin saber cuándo volverán a reunirse con su familia?

(Papá, mamá: no quiero que me separen de mi papá. No quiero que lo deporten.)