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El estante de lo insólito

Tom Wolfe. El elegante periodista canalla

Para que las artes sobrevivan, la revolución del siglo XXI habrá de tener un nombre al que será difícil añadir un ismo. Se llamará satisfacción. Se llamará vida, realidad, el pulso de la bestia humana. Tom Wolfe.

L

a crónica, la crítica, la prosa, la creación literaria y el periodismo como escena del pugilismo de la vida cotidiana, tuvieron óptica señera y desmesura para encontrar puntos inhóspitos donde la mayoría encontraban regocijo, siempre con la sonrisa sarcástica de quien sólo posee certezas en su habla y en su pluma. Hablamos de Tom Wolfe, el hombre enfundado en ropajes de corte preciso, corbatas exclusivas, guantes, sombreros, gabardinas y calzado como mascarada de príncipe impecable. Pero sobre la elegancia venían las ideas, a pesar de la fiereza de algunos artículos que demolían a los colosos de la cultura o encaraban las abyecciones del espectáculo y el medio empresarial.

Notas, artículos y el reportaje total

Springfield Union fue el medio en que Tom Wolfe se inició en el periodismo. Empezando desde la redacción básica de notas cotidianas, llegó después a las revistas New York y Esquire, donde su sentido de la crónica pronto llamó la atención, especialmente por un ángulo fundamental de estilo y narrativa: la visión del personaje. No la opinión o revisión crítica del reportero, sino la forma de apreciar los sucesos desde sus protagonistas. Donde un obrero no era un trabajador más, porque era la fuerza de la nación americana sostenida por los brazos de un padre de familia sin la paga adecuada, agobiado por los querellas sindicales, las bandas peligrosas del barrio… el hecho era mucho más y había que estar en el sitio para entenderlo y descubrirlo como crónica, como incendio, como realidad.

En distintos tiempos y formas, Gay Talese, Joan Didion, Hunter S. Thompson y Truman Capote se consideran de la estirpe que refiere la condición periodística de Wolfe. Los nombres, las calles, la estadística, las descripciones que no son sólo datos, sino elementos literarios. Al revés de quien cree que no hay que ornamentar innecesariamente las frases, Wolfe estaba claro en que los conceptos del buen periodismo no terminaban con el apunte de hechos, sino que cimentaban otra forma de decir lo que pasaba, otorgando al lector una experiencia que lo involucraba con la historia (más que el mero suceso), como en el seguimiento de las novelas más apreciadas. Eso es lo que se denominó El nuevo periodismo, tan certero como hiperbólico, un verdadero aullido desde el lugar de los hechos y al lado de los que viven los acontecimientos, con calma para destacar los detalles, como la textura de la ropa o el sabor amargo de espacios de inmundicia. Todo lo contrario de lo que después despreciaría de las reseñas de la Internet, donde la parquedad de los espacios y el sentido de inmediatez eran también la disolución del estilo. Sólo su admirado filósofo y teórico Marshal McLuhan (inolvidable su aparición en Annie Hall -1977- de Woody Allen) hubiera aprovechado ese momento ¡Qué paraíso sería el presente para él si estuviera vivo! ¡Cuánto le habría gustado la red! ¡En qué radiante mundo mágico habría convertido su aldea global!

La hoguera de las vanidades

De algún modo, para encontrar un punto de comparación, Tom Wolfe pasa del entendimiento pleno y la crítica de gran conocimiento en la literatura, a ser un literato de gran fuselaje, del mismo modo que Francois Truffaut pasó de ser un crítico fílmico duro en Cahiers du Ci nemá, a ser un cineasta de calidad y prestigio. Lo entendieron desde el análisis, pero pudieron convertirse en referentes desde el otro lado de la frontera artística. En 1987 Wolfe publicó La hoguera de las vanidades, y el medio cultural aceptó que el crítico mordaz era capaz de hacer con calidad en la prosa, lo que decía no encontrar como periodista en la crítica de las novedades editoriales. Afirmando que la novela de Estados Unidos moría sin renovar sus bríos, entregó una pieza que fue un manotazo en la mesa de lo establecido. La polvareda le ganó la inmortalidad literaria, el trance cinematográfico con la adaptación de Brian de Palma (1990), y el fervor de lectores que debieron ser muy pacientes con sus próximas entregas en formato de novela. La trama pasaba de la suntuosa mesa larga y el éxito de mausoleo en el Nueva York de la cúpula económica, a las podredumbres invisibles de la marginación social entre personajes desconocidos para quienes lo han logrado.

Entre sus libros sigue siendo interesante la relectura de Lo que hay que tener, la novela como ficción histórica sobre la carrera espacial. Las pruebas que rompieron la barrera del sonido, los cohetes estallados, los dramas personales de los prospectos para ir al espacio, el compromiso de científicos y técnicos, el desarrollo de materiales y los campos de prueba, es decir, el impulso renovador de una época pero… al servicio de la ideología dominante por llegar antes, por imponer desde la tecnología lo que ya era un rezago ante el avance soviético del momento. Pasado el momento, los astronautas serían memoria y estadística. Dijo Wolfe: “La capa de paladín de la guerra fría en el cielo había sido colocada sobre sus hombros un día de abril de 1959 sin que ellos lo pidieran ni tuvieran nada que ver con ello, ni siquiera lo supiesen. Y ahora, desaparecería de sus hombros, sin que se dieran cuenta, y sin que lo hubieran deseado ni hubieran hecho algo que lo justificase”.

Foto
Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Rivales de peso completo

Norman Mailer, uno de los más respetados escritores estadunidenses, fue uno de los célebres enemigos de Tom Wolfe. Se dieron con la cubeta. Mailer expresó su malestar con Wolfe ante la publicación de su novela Todo un hombre, señalándolo como alguien que “Vive en el reino de King Kong, el de los mega best-séllers”; además, lo acusaba de no ser escritor sino periodista. Tom reviró diciendo que el venerable Mailer ya se pasaba de cocido (entonces cargaba 75 años), incapaz de hacer una nueva obra moderna, escupiendo sobre la novela del momento de Mailer (sin duda interesante y nada mal narrada) El Evangelio según el hijo, en que trazaba la exégesis de la vida de Cristo desde el propio punto de vista del Jesús, algo insólito y provocador, que a Wolfe le pareció tontera mayúscula. Los disparos seguirían. Fue de la clase pleitos que alentó la búsqueda de sus trabajos por los lectores que seguían la disputa. Ante la muerte de Mailer en 2007, Wolfe dijo, sin duda con honestidad, que lo extrañaría.

Esa cosa que llaman arte

Wolfe, el periodista canalla, implacable y crudo, no fue sólo valentía y referencia para nuevas generaciones. Se afirma que a veces fue tenebroso en su proceder, capaz de alterar hechos para favorecer una crónica (la vida real no siempre nutre del crescendo que requiere la sustancia literaria), lo que afectó a personajes incluidos en sus textos. Incluso hay afirmaciones de que fue espía y hasta proveedor de información para la FBI. No lo detuvo ninguna de las consideraciones hacia figuras o instituciones respetables, ni siquiera ante los fundamentos de ideologías favorecidos por las mayorías, como grupos filosóficos, corrientes feministas, impulsores demócratas, defensores de derechos universales, etcétera. Decía que un periodista tenía que decir lo que debiera decir por sobre cualquier impedimento intelectual o moral. La ética está donde se consideraba la esquina de la verdad.

Por esas razones le pasó por encima a Picasso, demoliendo El Guernica como un montón de pinceladas sobrevaloradas en las que él creía ver un caballo mordiendo una banana, entre otras cosas. Uno no puede estar de acuerdo con la llaneza (intencional) de su visión, pero eso y no otra cosa era Tom Wolfe, que acusaba a estudiantes, críticos de arte, galeristas y el resto de la industria cultural adyacente de ser entreguistas con las disciplinas artísticas. Citaba una máxima del dramaturgo Tom Stoppard: La imaginación sin destreza nos ha dado el arte contemporáneo. Consideraba que el modernismo de gran éxito era una broma. Opinaba similar sobre el periodismo simple o no comprometido, y así con muchos temas y personajes, por lo que era un hombre con ligereza para las afrentas. Por eso tuvo muchos enemigos, quizá tantos como sus lectores devotos.

El siglo soñoliento

Como despidiendo una época cataclísmica pero con aliento redentor, Tom Wolfe escribió (artículo El Gran Reaprendizaje, contenido en la reunión de artículos en El periodismo canalla) lo que parece un resumen como visión del mundo: “

“El siglo XX tendrá un aspecto retrógrado y una actitud mental retrógrada. Considerará (la gente) el siglo XX una era en que las guerras alcanzaron tal magnitud que hubo que llamarlas ‘mundiales’, como el siglo en que la tecnología avanzó a pasos tan agigantados que el hombre adquirió la capacidad de destruir su propio planeta, aunque también la de escapar de él en naves espaciales (por si volaba en pedazos) y la de manipular los genes. Y, por encima de todo, la gente verá el siglo XX como la etapa en la que sus antepasados tuvieron una asombrosa seguridad en sí mismos, la prometeica insolencia de desafiar a los dioses y llevar la libertad y el poder humanos hasta extremos absolutos, divinos. Mirarán al pasado con asombro, sin la menor tentación de imitar la audacia de aquellos que arremetieron contra las normas establecidas e intentaron empezar de cero. En cambio, se hundirán aun más en sus sillones neoclásicos y buscarán ociosamente información en internet, matando el tiempo igual que las señoras victorianas con sus labores de punto, ganchillo o bordado, satisfechos de vivir en el que se conocerá como ‘el siglo soñoliento’ o ‘la resaca del siglo XX’.”

Twitter: @nes