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Cuando de elecciones se trata
A

mis 70 años, en mi conocimiento del mundo y de cómo abrirme paso en él, he encontrado, y puedo volver a afirmar, cada vez con menor incertidumbre, que la llave está en acogerse a la filosofía del absurdo. En todo y para todo; aunque muy especialmente cuando uno está dentro de la casilla, y aun a esas alturas, se sabe completamente indeciso entre a cuál candidato presidencial elegir, a cuál considera, con la más despejada conciencia, el mejor de todos los que sea que se hubieran presentado.

De cuando voté por primera vez, el domingo 4 de julio de 1970, para acá, he votado en ocho ocasiones, de modo que algo me ha respaldado cuando por aquí y por allá he dado voz a algún comentario al respecto. Para bien o para mal, no soy politóloga, o debería decir, soy todo menos politóloga. Pero, como simple colaboradora de la sección cultural de mi periódico, La Jornada, me he atrevido como digo a dar forma escrita a un par de meras ocurrencias, que son las que hoy quiero recordar aquí, sobre todo para abrir el camino a una tercera, que he pensado sugerir exactamente para las próximas elecciones, ahora, el domingo primero de julio de 2018, en mi país, México.

Anticipo que las tres tonterías que voy a declarar y elucidar en estas páginas tienen la ventaja, si es que tienen alguna, y me temo que sí la tienen, ¡y me temo que vaya si la tienen!, de que son aplicables a cualquier país, en cualquier época, siempre que sea un país que recurra al sistema de votación para dar con su mandatario elegido. El primer disparate en el que pensé, no sé ya ante las elecciones presidenciales de cuál sexenio de los ocho que me ha tocado enfrentar y sufrir, consistía en que un consejo de honorables y doctos personificara a un anti Frankenstein y conformara, con una serenidad verdaderamente desinteresada, a un solo y único ser a partir de lo mejor de cada uno de los candidatos presentados en la elección. Así, de uno tomaría, por ejemplo, la capacidad para saber distribuir el patrimonio nacional en las áreas más necesitadas en el país, como pueden ser salud, educación, justicia, defensa, cultura, ciencia, etcétera. De otro, también por ejemplo, tomaría la habilidad para saberse rodear de las personas más experimentadas en cada tema. Y, por último, asimismo como ejemplo, todavía de otro tomaría el don para cuidar las relaciones de su país ante los demás estadistas del mundo. Me divertí al urdir esta monstruosidad.

Por su parte, el segundo desatino que alguna vez aventuré escribir, supongo que más desatinado todavía que su predecesor pero, quizás, a su modo, tan parecido a él que el despropósito disminuye, constituye, no en elegir a un presidente sino a un equipo de trabajo que algún docto y honorable coordinara siempre que se tratara de un docto y honorable de nacionalidad nacional, y que estuviera conformado por el más destacado representante de cada área de la organización del país, siempre que se tratara del más destacado representante de esa área y de nacionalidad extranjera. Así, por ejemplo, para Gobernación, a un australiano; Justicia, estadunidense; Defensa, estadunidense; Agricultura, brasileño; Salud, escandinavo; Economía, suizo; Industria, chino; Educación, francés, inglés, italiano o español; Cultura, francés, inglés, italiano o español; Tecnología, japonés; Ganadería, argentino; Comunicación y Transporte, escandinavo; Ciencia, estadunidense; Política Exterior, mexicano.

Puedo imaginar cómo me calificaría la izquierda si leyera mis despropósitos, o la derecha si la derecha los leyera. No saldría bien parada ni ante unos ni ante los otros. Sin embargo, regida por el absurdo como lo estoy, con libertad declaro y elucido la nueva simpleza y candidez que propongo llevar a cabo, con tal de contar con una prueba fidedigna que guíe al votante a elegir al mejor candidato.

Los invitaría a escribir una carta frente a mí. De su puño y letra, sin otra intervención en el acto, tecnológica, impresa o humana, que la que registre limpiamente en vivo los hechos a través de los medios de comunicación. Para evitar ninguna asesoría, salvo la de su propia preparación, no revelaré el tema de la carta sino una vez que tenga a los candidatos enfrente, cada uno sentado ante un pequeño y simple escritorio de madera, escribiendo con lápiz o con tinta, sobre una hoja de papel en blanco, sin cuadrículas ni rayas.