Opinión
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Mar de Historias

En blanco y negro

L

a planta de trabajadores se ha ido adelgazando. Cuando me contrataron en los Almacenes Arcadia éramos nueve. Quedamos cinco. El último en ser despedido, sin más justificación que un pequeño retraso en el arreglo de una máquina, fue Saulo. Después de años de eficiencia, la medida le pareció, como a todos, una injusticia. Es demasiado orgulloso y no pidió otra oportunidad. Hasta la fecha no ha vuelto por aquí ni ha cumplido su promesa de llamarnos.

Soy yo quien le habla por teléfono y a veces, sin que él me invite, como queda en la ruta hacia mi unidad, lo visito en el taller mecánico donde trabaja. Tiene pocos clientes y se pasa buena parte del día sentado en un banquito, junto a la puerta, leyendo el periódico gratuito que reparten en la colonia.

En el taller está contento. Su actividad no le resulta pesada porque, dice, siempre ha tenido buena relación con los motores. Le basta con escucharlos para saber en qué consiste su falla. Nació con ese don. Se lo dijeron varios maestros cuando era estudiante de ingeniería mecánica en el Poli.

II

Aunque sé que le agradan mis visitas, es demasiado orgulloso para demostrármelo. No es fácil conversar con él. Elijo los temas que puedan interesarle y sólo cuando me lo pide lo pongo al tanto de las novedades en los Almacenes. La última es la boda de Lucio con una mujer once años mayor. La noticia lo hizo reír mucho; pienso que demasiado.

En mi más reciente visita, hace ocho días, enseguida noté un cambio en Saulo: lo vi más firme, más plantado. Pensé en algunos motivos de su transformación –hasta en que hubiera conseguido un socio–, pero ni en sueños en el verdadero: acababa de redescubrir la etapa de su vida en que fue actor. Para revelármelo fue acercándose al tema despacio, a base de preguntas que me desconcertaron hasta que al fin llegó a la que más le interesaba: ¿Te gustan las viejas películas mexicanas, en blanco y negro?

Le dije la verdad. Sí, mucho. Veo a actores que me encantan desde que era niña y una ciudad que ya no existe, cruzada por tranvías y transeúntes a los que miro con curiosidad, con la esperanza de descubrir entre ellos una cara familiar. Algo imposible, claro. Saulo me sonrió con una expresión semejante a la de mi padre cuando, al volver del trabajo, se paraba frente a mí con las manos tras la espalda y decía: Adivina qué te traigo.

Compartí con Saulo mi recuerdo y confesó que quería hablarme de algo que nunca le había dicho a nadie. Me sentí halagada por su confianza y ávida de escuchar la revelación de mi amigo. Él también parecía ansioso de desahogarse y, mientras calentaba agua en una hornilla eléctrica para hacer dos cafés, dijo: “Una vez fui actor. Cuando era más joven y trabajaba en una imprenta, salí en una película: Lo que ocurre en la calle. No se me hizo difícil porque mis escenas las filmaron en ‘La Bendita’, la imprenta especializada en textos religiosos donde yo trabajaba.” Me preguntó si quería ver la cinta. Por supuesto pero, ¿cómo? ¿dónde?

Se acercó a un mueble renegrido, lleno de herramientas donde además almacenaba cintas, casetes y películas. De entre ellas sacó una y la introdujo en la computadora. La música, la luz, la presentación hablaban de otro tiempo. En la primera escena aparecen dos muchachas que cruzan frente a La Bendita. Tras el mostrador se ve a un hombre que, con gesto de preocupación, acciona la prensa antigua mientras su gato lo observa.

Ese soy yo; bueno, era, a los 43 años. ¿Te parece que he cambiado mucho? No dije nada, seguí viendo la película sin interesarme en la trama (ires y venires, gritos de un quicio a otro, automóviles salidos de ninguna parte, ebrios, perros hambrientos), esperando una nueva aparición de Saulo. En la última escena está bajando la cortina metálica de la imprenta y poniendo junto un letrero: Este local se traspasa. Después, él y su gato caminan por una calle estrecha, oscura, hasta que al fin se esfuman.

Eran contadas las apariciones de Saulo y jamás dijo siquiera una palabra. Sé que los personajes secundarios son muy importantes en una película, pero dudaba de que la mínima participación de mi amigo le diera categoría de actor. Más allá de eso, entendí que su mínimo desempeño significaba mucho para él. Imposible preguntarle por qué, así que opté por otro recurso: ¿Y cómo encontró esa película? De casualidad, sin buscarla, como tantas cosas en mi vida. Explíqueme, no entiendo.

III

El domingo anterior había ido a comprar refacciones a un establecimiento de Circunvalación. En el camino lo atrajo un depósito donde se venden revistas, periódicos y películas antiguas. Entró a curiosear y entre ellas descubrió, para su sorpresa, Lo que pasa en la calle. Compró la única copia. Tenía curiosidad por verse y calificar su desempeño cinematográfico al cabo de tantos años.

Esperé a que me informara sus conclusiones: Me di cuenta de que mi trabajo, en comparación con el de los verdaderos actores, no significó nada; sin embargo, para mí aún sigue siendo muy importante: me compensa de la actitud de mi familia hacia mí. Por ser como soy, me tienen como apestado; sólo una sobrina viene a visitarme en mis cumpleaños. Ella me da mi lugar, me valora porque sabe que soy el primero de nuestra familia en titularse, el primero que se hizo de un coche, el primero que tuvo pasaporte y viajó a Estados Unidos.

Se llevó la mano al pecho y comprendí que llevaba el documento en el bolsillo. Ya me imagino la cara que pondrían mis parientes si supieran que soy el primero de la familia que ha salido en una película. ¿No se los dijo? ¿Para qué? Un día lo sabrán y si no... Extrajo el disco de la computadora y lo metió en su sobre como quien guarda una reliquia. Nos despedimos.

Seguí pensando en Saulo, imaginándolo una y otra vez frente a la computadora, deseoso de revivir aquellos momentos de gloria filmados en blanco y negro. Mientras caminaba rumbo a mi casa me crucé con muchas personas solitarias, apresuradas, indiferentes. Pensé cuántas de ellas conservarían en su memoria pequeñas acciones, logros callados que recuerdan para sentirse como estrellas y héroes: los primeros...