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Mis libros
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El doctor Watson y el detective Sherlock Holmes durante un viaje en ferrocarril, imagen incluida en el libro
Periódico La Jornada
Domingo 3 de junio de 2018, p. a12

La puerta mágica hacia la parte más privada de Ar-thur Conan Doyle (1859-1930) permite atisbar a la trastienda literaria del creador de Sherlock Holmes, faceta desconocida del narrador británico. Con autorización de Páginas de Espuma, sello español distribuido en México por Colofón, ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto de Arthur Conan Doyle: mis libros

A petición de mi editor he dedicado unos días a revisar una vieja caja donde guardo cartas relacionadas directa o indirectamente con el celebérrimo señor Holmes. Sé que ya no soy tan cuidadoso como antes a la hora de conservar cuanto aluda a este caballero y a sus pequeñas aventuras. Muchas cartas se han tirado o traspapelado. Su biógrafo ha tenido la suerte de encontrar lectores en los lugares más diversos, y en ocasiones esos lectores se han manifestado en forma de cartas, aunque muchas veces en lenguas de difícil comprensión. Con mucha frecuencia mis lejanos corresponsales no acertaban a escribir bien mi nombre ni el de mi héroe imaginario, como en un ejemplo reciente que adjunto. Ha habido muchas cartas desde Rusia. Sobre las escritas en ruso nada puedo decir, sintiéndolo mucho pero algunas de las escritas en inglés están entre las más curiosas de mi colección. Había una joven que empezaba todas sus epístolas con las palabras Dios mío. Otra demostraba una gran astucia bajo su aparente simpleza. Escribía desde Varsovia y decía que había pasado dos años postrada en cama, y que mis novelas habían sido su único etcétera, etcétera. Me sentí tan halagado que de inmediato preparé un paquete con varios libros autografiados para que la amable invalida completara su colección. Por suerte, ese mismo día conté a un amigo escritor el conmovedor incidente. Con una sonrisa cínica, sacó del bolsillo una carta idéntica. Durante dos años, sus novelas también habían sido para aquella mujer su único etcétera, etcétera. No sé a cuánta gente más escribiría la joven pero si, como imagino, su correspondencia llegaba a varios países, debió de juntar una importante biblioteca.

Aquí, en el país, hubo un caso similar, si bien más extraño, al de la chica rusa que se dirigía a mí como Dios mío, y que guarda relación con el motivo de este artículo. Poco después de ser nombrado caballero, recibí una carta de un tendero, muy correcta y profesional, salvo por un detalle: iba dirigida a Sir Sherlock Holmes. Creo que sé encajar bien una broma, pero aquella me pareció fuera de lugar y contesté la carta con dureza. En respuesta, el tendero muy arrepentido, se presentó en mi hotel y manifestó cuánto lamentaba el incidente, pero sin dejar de repetir: “Le aseguro, señor, que fue boná fide”, “¿Qué quiere decir con boná fide? Pregunté. Verá, señor, mis compañeros de la tienda me dijeron que lo habían nombrado a usted caballero, y que cuando a alguien lo hacen caballero se cambia de nombre, y que usted había escogido ese. Sobra decir que mi enojo desapareció y que me reí de él con tantas ganas como seguramente sus compañeros estarían haciendo en ese mismo momento.

Hay ciertas cuestiones que aparecen de manera recurrente en las cartas sobre Sherlock Holmes. Una en concreto ha puesto a prueba la mente de personas de los lugares más remotos, desde Labrador al Tibet; si algo requiere de reflexión, suelen ser quienes viven en esos emplazamientos lejanos los que disponen del tiempo y la soledad necesarios. Yo diría que he recibido veinte cartas sobre un tema en particular. Aparece en El colegio Priory, donde Holmes, al estudiar las huellas dejadas por una bicicleta, dice: Es evidente que se aleja de nosotros. No venía hacia aquí. No detallaba su razonamiento, cosa que mis corresponsales lamentaban; según ellos, tal deducción es imposible. Lo cierto es que es muy sencillo, siempre que las huellas se hayan trazado sobre un terreno blando con pequeñas subidas y bajadas, como era el caso del páramo donde transcurre ese pasaje. El peso del ciclista cae principalmente sobre la rueda trasera, la cual, en terreno blando, deja una huella apreciablemente más profunda. Si la bicicleta sube una pendiente, su huella trasera será más honda aún, mientras que si baja rápidamente, apenas será más profunda. Por lo tanto, la profundidad de la huella de la rueda trasera indica la dirección en que va la bicicleta.

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Portada del libro publicado por Páginas de Espuma, en su colección Voces/ ensayo, con traducción de Jon Bilbao

No me había percatado de que para muchas gente el señor Holmes era alguien real hasta que supe la graciosa anécdota del autobús de escolares franceses que vinieron de viaje a Londres y que, cuando les preguntaron qué era lo primero que querían ver, contestaron todos a una que la casa del señor Holmes en Baker Street. Menos graciosas pero también halagadoras a su modo fueron las cartas insultantes que llovieron sobre mí cuando se pensó que lo había matado. ¡Animal!, fue el prometedor arranque de la carta de una señora. La crítica más mordaz al conjunto de historias de Holmes vino de un barquero de Cornualles que me dijo: Puede que el señor Holmes no falleciera a resultas de aquella caída, pero sin duda sufrió graves lesiones, porque nunca volvió a ser el mismo. Espero que la acusación se infundada –y los que han leído las historias en orden inverso, desde las más recientes a las primeras, me aseguraran que así es– pero en cualquier caso fue una puñalada artera.

Una de las pruebas más curiosas de lo real que es Holmes para mucha gente es que con frecuencia he recibido por correo libros de autógrafos junto con la petición de que plasme su firma. Cuando se anunció que iba a retirarse y que planeaba dedicarse a la apicultura en South Downs, recibí varias cartas de personas que se ofrecían para ayudarlo. Una dice: ¿Necesitará el señor Holmes un ama de llaves para su casa de campo las próximas navidades? Sé de alguien a quien le encanta la vida tranquila del campo, además de ser una mujer discreta, como las de antes. Otra, dirigida directamente a Holmes, reza: Veo, por lo que dicen los periódicos, que planea usted retirarse y dedicarse a la apicultura. Si en efecto es así, me gustaría ofrecerme para prestarle los consejos que requiera. Confío en que lea esta carta con el mismo buen ánimo con que fue escrita, pues le hago este ofrecimiento como pago a las muchas horas de entretenimiento de las que he disfrutado gracias a usted. Son numerosísimas las cartas que he recibido que imploran poner a los firmantes en contacto con el señor Holmes para que este les resuelva cuestiones privadas (...)

De cuando en cuando me han confundido con mi personaje hasta el extremo de pedirme que haga su trabajo. Recuerdo que hace años, en relación con el juicio por el asesinato de un aristócrata en Polonia, me ofrecieron desplazarme hasta el lugar y llevar a cabo mi propia investigación. No hace falta que diga que nunca haría algo así a cambio de dinero, porque dudo que mis servicios tengan algún valor, pero varias veces, de manera desinteresada, he tenido el placer de prestar ayuda a gente en problemas. Puedo decir, aunque lo hago tocando madera, que nunca he fracasado del todo en mis intentos por trasladar los métodos de Holmes a la práctica, salvo en un caso del que hablaré más adelante. En el caso del señor George Edalji poco mérito puedo reclamar, ya que no hizo falta ninguna deducción compleja para concluir que un ciego no pudo hacer, de noche, un trayecto que incluía cruzar una línea de ferrocarril y que habría supuesto un reto para un atleta obligado a hacerlo en el mismo tiempo. Era evidente que aquel hombre era inocente, y es una vergüenza nacional que no haya recibido ni un penique en compensación por los tres años que pasó en la cárcel. Un caso más complejo es el de Oscar Slater, que sigue cumpliendo sentencia. He examinado con atención las pruebas, incluidas las supletorias que aportó la breve e insatisfactoria comisión encargada de revisar el caso, y no tengo ni la menor duda de que ese hombre es inocente. Cuando el juez le preguntó si había algún motivo por el que no debiera ser condenado a muerte por el asesinato de la señorita Gilchrist, gritó: ¡Por Dios, pero si ni siquiera la conocía!. Estoy seguro de que era cierto. No obstante, es imposible demostrar una negación, así que la cuestión seguirá como está hasta que los escoceses insistan en que se lleve a cabo una verdadera investigación de todas las causas que rodearon este deplorable caso.

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