Opinión
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AGENDA JUDICIAL
La obligación de saber
L

as leyes en México parten de varios supuestos, algunos equivocados y otros formativos.

Uno de esos supuestos, quizá el más importante, es que todos los mexicanos conocemos todas las leyes de nuestro país y que, por eso mismo, sabemos todas nuestras obligaciones y derechos sobre todos los temas que los cientos de leyes, reglamentos y circulares, federales, estatales y municipales, imponen. Basta que el ordenamiento jurídico sea publicado en el Diario Oficial de la Federación (DOF) o en la gaceta estatal o municipal, para que, en cuanto entra en vigor, sea exigible a todas las personas dentro del territorio nacional; incluso, a los recién nacidos: hay, por ejemplo, cargas fiscales para los herederos y donatarios menores de edad, a través de su tutor, quien tendrá la obligación de rendir cuentas al propietario al llegar a la mayoría de edad.

Este supuesto es necesario, aunque suene desproporcionado e inalcanzable en un país donde hay millones de personas analfabetas, donde sólo un porcentaje ínfimo lee el DOF en forma preventiva (para prever los pagos fiscales, por ejemplo) o reactiva (cuando ya tiene el problema encima) y donde el acceso a tal publicación en su forma impresa es complicado, bajo el supuesto de que, por ser publicado en la página de internet respectiva, ya está disponible para todos. Como si todos los mexicanos tuvieran acceso irrestricto (por equipo, pago de servicios y conocimiento informáticos; amén de saber leer y escribir) a esa información. Si los deudores legales desconocen su obligación, no puede eximirles del cumplimiento. Es un principio universal que sustenta la aplicación de las leyes en todo el planeta. Hasta ahí, nada nuevo, pero, en contrapartida, ¿qué hace el estado mexicano, experto en la expedición de leyes, reglamentos y demás instrumentos legales, para publicitar esas obligaciones a las personas que deben cumplirlas? Realmente, muy poco. En materias como la fiscal (en cuanto a los pagos), se hace un esfuerzo mayor que en otras áreas, pero bastaría ver cualquier aduana nacional para comprobar que ni siquiera a los contribuyentes cautivos (los que pasan por la caseta aduanal) se le informan TODAS las disposiciones a las que se enfrentan. Esa falta de información es mayor en áreas más especializadas, como, por ejemplo, la determinación de cuáles son las especies en peligro de extinción; o en materia de derechos de autor, si se advierte que la mercancía pirata está al alcance de cualquier persona; o en las obligaciones que tienen los involucrados en servicios de salud privados y públicos, tanto prestadores de servicios como sus usuarios; y así hasta dar con todas las materias legisladas en nuestro país, que no son pocas. Cuando se habla de que no hay un sólo México, sino muchos, bastaría ver las reglamentaciones existentes para comprobar que el mundo de la energía nuclear (investigación, plantas generadoras, etc.) no tiene nada que ver con el agro o los trabajadores especializados, por ejemplo. Y, en teoría, conocemos todas esas leyes.

Una respuesta estatal a esa falta brutal de conocimiento jurídico son las procuradurías donde se defiende a los involucrados: del consumidor, del contribuyente y demás. Pero son insuficientes: englobar en la misma procuraduría, por ejemplo, al comprador de electrónicos con el usuario de transporte aéreo o marino o al contratista de reproducción in vitro, presupone que los funcionarios de esas procuradurías conocen TODAS las materias posibles y con ello están en posibilidad de sugerir una conciliación real y eficaz o resolver, de ser el caso, un arbitraje en materias muy complejas. La experiencia cotidiana demuestra que, por mucho empeño en la labor, nadie puede tener todo el conocimiento y aplicarlo.

La existencia de recursos legales sirve como respuesta paralela: el juicio amparo, invento de México para el mundo, mitiga un poco las consecuencias del choque población-estado en el cumplimiento de la avalancha de leyes. Muchas pensadas para un país con condiciones distintas al nuestro.

El conocimiento de todos los ordenamientos jurídicos por parte de la población resulta un presupuesto para cualquier estado de derecho. La implementación de mecanismos que permitan a los obligados a su cumplimiento su comprensión y ejercicio, en condiciones de igualdad con los gobernantes y los factores reales de poder, es un largo camino por andar.