Opinión
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Milagro fotográfico
E

n el Pueblo de Dios, en los límites de la Montaña de Guerrero con la Mixteca oaxaqueña, en 1989 nos fueron revelados grandes misterios y milagros y su comprobación fotográfica. Allí la verdad se revelaba en fotos. Frente a la ermita del profeta Juan, giré en redondo. Una multitud silenciosa quería ver, o más bien vernos ver los milagros, que contemplamos en amplificaciones de Instamatic sobrexpuestas. Puro charolazo, nos había prevenido antes el biólogo Alejandro Casas. De las manchas y veladuras surgían demonios y condenados, cruces, vírgenes y, en un pliegue de la camisa del profeta, la silueta del Espíritu Santo. En la foto, Juan Crecencio sostenía una Polaroid indescifrable y le brotaba sangre de la boca.

Es el anuncio de que, si no creemos los milagros, el demonio cortará la lengua del señor ahí, explicó un traductor con el tono de quien teme no ser tomado en serio. En la foto, el profeta Juan tenía una larga cabellera y los mismos ojos iluminados sus seguidores. En otra instantánea, donde debió aparecer una cruz de palo sobre los Monolitos Basálticos se revelaba la figura de un cristiano, especie de fantasma. La Nikon de Elsa Medina, nuestra fotógrafa, accionaba sin descanso el diafragma buscando otras posibles revelaciones.

Aquellos fotomancistas interpretaban las manchas de humedad y moho en las imágenes como anuncios del Apocalipsis. Cierta foto reproducía con elocuencia los restos de la nada: un par de plastrones oscuros que se repelían como agua y aceite. Esta es el agua, dijo el traductor señalando la oscuridad azulosa, y ésta la arena muerta, señaló la otra oscuridad, informe y café. Después del fin del mundo así van a quedar las cosas. Vimos a los incrédulos desnudarse y pedir perdón, multiplicarse los rastros de Dios sobre el suelo y surgir de las manchas celestes una Guadalupana Rorschach; con nuestros propios ojos vimos ángeles, demonios, condenados que se retorcían en los infiernos. Vimos el verbo hecho carne, y la carne fuego.

Pero los milagros también cansan. Salí del círculo contemplativo y busqué inútilmente una tienda. ¿Quiere refresco?, preguntó un indígena solícito, y en un minuto llegó a mis manos la Pepsi destapada más grande del municipio. Al tiempo. En el Pueblo de Dios desconocían el hielo y la electricidad. ¿Cuánto?. Nada. Regalo. Varios niños me rodearon sin codicia. Para ellos ese negro champán prohibido no existía. Más reales eran los milagros.

Frente a la ermita, la explicación en la lengua de los ñuu savi y su traducción simultánea informaba que la Biblia es un libro erróneo escrito por los hombres; en las placas Instamatic del cerro del Gavilán las líneas venían de Dios sin intermediarios. Los seguidores de Juan Crecencio no atribuían fidelidad a la palabra escrita ni a los curas que beben, fuman y dicen mentiras.

Concluida la demostración del milagro fotográfico, y devueltas las fotos al seno de la ermita, los visitantes distinguidos fuimos llevados al centro del pueblo. Nunca vimos al profeta, que nos observaba, aseguró el guía. Bajo la sombra del único árbol en la altiplanicie, un frondoso amate, nos esperaba una mesa adornada con plástico azul y dos vasos repletos de cempasúchil fresco. Con nuevas Pepsicolas al frente, presidimos el horizonte con impecable extranjería. Nos rodeó una muchedumbre famélica, sucia, nutrida en las ideas divinas. Por las cuestas florecían nuevos peregrinos de otros pueblos y estados que ascendían al monte de las apariciones. Más flores y rezos allá, lejos. Así es siempre, nos explicaron. Un altavoz ordenó a la multitud echarse atrás. Los indígenas replegaron sus cuerpos hasta los aleros de las chozas y tomaron asiento sobre el polvo para vernos comer. En platos soperos nos sirvieron los restos mortales de algún animal destazado, probablemente chivo, en caldo rojo. Los cortes no eran de carnicero a juzgar por la manera en que se fracturaron los huesos sin seccionar los tendones. Trajeron tortillas. Y órale, a comer lo que aquellos 400 indígenas prueban una vez al año, si tienen suerte. ¿Otra Pepsi, hermano?

En una de sus apariciones, el Padre Eterno dejó una revelación electoral que borraba al PRI del Pueblo de Dios. Sus Manos portaban la hoz y el martillo como señal de la Cruz. El sueño más utópico de cualquier socialista científico. En consecuencia, el biólogo, como representante virtual del Partido, recibió peticiones por escrito y el encargo de leer con su voz el testimonio de un último milagro. Al micrófono, más para nosotros que para los locales, leyó la historia del perro que cruzando el río Amarillo encontró un billete de mil pesos. Otra señal.

Cuando bajamos de regreso al mundo atravesando los Monolitos Basálticos del Divino Crucificado, lo primero que hicimos fue orinar. Lo segundo, fumar. No supe cómo salimos de la utopía de esos ángeles sin esperanza, dejados de la mano de Dios un día antes, o un día después, del Juicio Final.