Opinión
Ver día anteriorDomingo 29 de abril de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El horror, desde luego
¿P

odemos oír a Juan Rulfo? –Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte… (No oyes ladrar a los perros) ¿Podemos digerir toda esta barbarie?

Me temo que no. Tampoco deberíamos engrosar los desfiles que acusan al Estado de tanta atrocidad. Eso no hace sino confundir(nos) más. Es obvio, o debería serlo, que el Estado no alcanza como chivo emisario de estas y otras tragedias. En todo caso, su ausencia es lo que tenemos que señalar para luego reclamar su acción protectora elemental.

El estrujante comentario de Claudio Lomnitz en estas páginas hace unos días, a partir de un escalofriante reportaje de Héctor de Mauleón en El Universal sobre la tragedia de Iguala, no deja a nadie con espacios de libertad, pero, y habría que tenerlo claro, no permite la indiferencia ni la abstención. Más bien, nos remite al compromiso humano primordial en defensa de la vida.

Todos tenemos que manifestarnos sobre lo ocurrido y hacernos cargo, desde donde la vida nos ubique, del horror y el terror que se han instalado sobre nuestras vidas e intercambios. Tal cual. Nada más y nada menos

La ironía y la paradoja: lo ocurrido fue en Guadalajara y las víctimas pretendían filmar un cortometraje de horror como tarea escolar.

Toda nuestra destartalada modernidad y toda la atrocidad del bárbaro no pueden ser resumidas en una operación verbal que aterriza en un juicio apresurado: ¡Fue el Estado! Lo anterior, sin embargo, no lo exime de un compromiso sumario, pronto, con las jóvenes vidas segadas y con la defensa de las que están con nosotros, en las barriadas de Zapopan o Tlaquepaque, en las goteras de Tláhuac o en torno a las mil y una fosas de Morelos.

La tragedia nos rebasa y ahoga. Lo ocurrido nos deja inermes, moral, intelectual y políticamente hablando. Asistimos sin proemio alguno a la descomposición implacable de un modo de vida insatisfactorio, pero que entendíamos como corregible, remediable y mejorable, gracias al trabajo individual y la acción colectiva.

Hay que decirlo ya y negarnos al regodeo con la impotencia a que nos lleva la negación del Estado, porque eso es lo que hacemos cuando lo culpamos sin más, para inmediatamente después exigir su intervención. Eso que pasó en Tonalá, Jalisco, no puede ser. No pudo ocurrir. No es concebible, mucho menos aceptable para un código de convivencia apenas implantado.

La política y los políticos tienen que parar su grotesca y chocante carrera por el poder desnudo y aprestarse a aparecer juntos y sin oropel ni asesorías de imagen. Hay que reeditar el pacto fundacional y defender la educación y el civismo que nos queda. Y no confiar más en la pronta llegada de los salvadores samuráis o la actualización de Fuenteovejuna que con Fernando Bonilla junto con Héctor y un espléndido elenco nos inundan en el Sor Juana del Centro Cultural Universitario.

Como lo vivimos los antiguos en la gran película High Noon, nos llegó la hora señalada. Y las campanas tañen para todos.