21 de abril de 2018     Número 127

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Viaje al origen en la cultura nanj nï’ïn

El mundo triqui, en su propia voz

Marcos Sandoval Cruz Promotor cultural nanj nï’ïn, Yuma’ Niko-Chicahuaxtla, Oaxaca  [email protected]


“Es importante ser agradecidos con quien cuida lo que comemos” FOTOS: Marcos Sandoval

Mi comunidad es integrante del pueblo ahora llamado triqui, que, junto con otros 14 pueblos indígenas, más la comunidad negra y mestiza, integramos el estado de Oaxaca. En la cultura de mi pueblo, nuestros antepasados sembraron una semilla en el idioma que crearon para comunicarse, para heredar lo que aprendían de su relación con la naturaleza, y llamaron a nuestra lengua nanj nï’ïn, “lengua completa” en español, reflejando la seguridad de que poco necesitaba de otras lenguas para transmitir su conocimiento; además, en ese concepto nos heredaron el gusto por nuestra cultura, nuestra vida. Opuesto nombre nos pusieron los blancos cuando nos vieron: triquis o triques, como llaman a las cosas que ya no usan ni sirven.

Hablarles de las semillas implica contarles un poco sobre mi cultura, tratando de acercarlos a lo diferente que somos como indígenas, pues de ella surge todo el conocimiento que hace posible nuestra existencia, la relación con nuestro territorio.

En 1890, Cayetano Esteva escribió en Civilización trique que nuestros orígenes “se pierden en la obscuridad de los tiempos”. Debe de ser porque cuentan los mayores que en los tiempos de oscuridad, cuando aún no aparecía el sol, nuestra abuela de origen, llamada Ga’a, prendía su antorcha de ocote, se subía a los cerros más altos y alumbraba a sus hijas e hijos para que buscaran de comer, para que cultivaran su maíz.

Nuestro pueblo caminó mucho en el tiempo, y en ese andar por diferentes lugares aprendió sobre lo que encontraba para alimentarse, llevando su conocimiento y las semillas de lo más preciado: de maíz, frijol, calabazas, chilacayotes.

Cuando llegó a nuestro territorio actual ya no pudo peregrinar, pues la gente que vino de otros rumbos se adueñó de lo que fue libre, acotó los caminos. Con el conocimiento que traía, nuestro pueblo empezó a adaptarlo a las condiciones de este territorio para trabajar en las tierras bajas, calurosas; en las medias y altas reconoció las plantas comestibles y curativas de cada clima, y ajustó sus semillas para tierras de humedad, de temporal, laderas, llanos.

Por supuesto se seleccionaron los maíces de semilla: nï akujhu, para tierras bajas y calurosas; nï nga’ahan, para las templadas; nï nguchruhu, para las de clima frío, y algunos para terrenos de humedad y de temporal. Asimismo, las semillas de los diferentes frijoles, negro, blanco, rojo, pinto, grande de cáscara dura; uno muy apreciado el natan ni’iahan, frijol grande de cáscara blandita, riquisísimo.

Y así lo hicieron con las semillas de calabaza, de chilacayotes y muchas semillas más de plantas para comer (quelites como la mostaza, el cilantro y muchas otras), tan variadas como el clima generado por la sierra que inicia en tierra caliente, y en las alturas que llegan a casi tres mil metros snm.

En la familia, las mamás principalmente nos enseñan el valor de las semillas. Desde nuestros primeros pasos se nos prohíbe pisar el maíz, se nos recalca constantemente su carácter sagrado por generar la comida que fortalecerá nuestras carnes y huesos, y porque genera vida se le debe cuidar, ofrendar, proteger.


Desde siempre, los abuelos y abuelas decidieron que con el maíz se agradece, se ofrenda.

El maíz de semilla y el frijol son muy importantes. Fíjense, a una mujer joven y a un hombre joven en edad de casarse les decimos yana ñahan y si ñahan, respectivamente, que se traducen como “mujer y hombre semilla”. Ya están listos para reproducirse, aseguran la continuidad a los que abandonan esta vida y se trasladan al pueblo sagrado de descanso para renovarse en la sagrada tierra. Nos volvemos semilla cuando regresamos al seno de la tierra y renacemos en alguna planta, en algún animalito que vive entre la tierra o anda en el aire.

Me pregunto si es europea o indígena la idea de sembrar un cuerpo como semilla. ¿Es un producto del sincretismo? Quizá eso ya no tiene importancia, lo que tiene valor es que nos recreamos en la tierra.

Desde siempre, los abuelos y abuelas decidieron que con el maíz se agradece, se ofrenda. Por ello, desde chiquito se le cuida, mirando su crecimiento; si se desarrolla bien la planta, está destinada a que sus maíces sean semilla, y en la cosecha se le trata con cuidado, se pizca aparte. Otra manera es que al terminar de pizcar se escogen las mejores mazorcas; aun cuando no se les cuidó como milpa, la robustez de sus maíces hace que se les destine para semilla. Estas mazorcas no se desgranan, sino se guardan envueltas en sus hojas.

Al acabar de pizcar, cuando la mazorca está seca, lista para guardar, se limpia bien la troja o troje, dependiendo de la región; se revisa el techo de zacate o tejamanil para que no vaya a gotear, se ponen varas en los huecos de las paredes para que los ratones no se metan; del monte se traen hojas de koj duguta’a, y se acomodan bien en el piso de troncos. ¿Está lista la troja? Perfecto, ahora traemoslo que hayamos preparado, un poco de tepache o pulque, y lo ofrendamos a la tierra a su alrededor para que se ponga contento el sagrado guardador del maíz, ya ven que siempre hay que compartir con lo sagrado; entonces tomamos un poco, no sin antes ofrendarle. Luego lo ensomamos con bastante humo de copal, por las paredes de adentro y afuera, por el piso y el techo.

Un día dijo mi madre, luego de concluir con la ofrenda: “Es importante ser agradecidos con quien cuida lo que comemos. De no hacerlo nuestras mazorcas no durarían y volvería el tiempo de hambre; pero con esto, hasta Dios Rayo estará contento y las lluvias serán generosas”.

La técnica común para guardar las mazorcas de semilla, bien conservadas para que den buenas plantas, es colgar las ya seleccionadas de una viga de la cocina donde les llegue el humo del fogón de manera permanente; ahí se quedan esperando la temporada de siembra. Llegado el día de depositar el maíz en la tierra, se revuelve con hojas del árbol chrun reganhan para que no le guste a las hormigas ni a los pájaros; otros lo bañan en agua de chile, y los más jóvenes con algún líquido que compran en tiendas de la agroindustria.


En la familia, las mamás principalmente nos enseñan el valor de las semillas.

El humo en la cocina es muy importante para conservar la casa; en tierra, el calor de la lumbre es indispensable para calentar la casa y a sus habitantes; buena parte de la reproducción del conocimiento se da precisamente alrededor de los fogones. Cuando almorzamos, comemos o cenamos, nos sentamos todos junto al fogón, donde se comenta lo que sucede en la familia, en la comunidad, se transmiten historias, conocimientos de cómo van los cultivos, se discute, como cualquier gente lo hace.

Por ello llama la atención que últimamente se dice que trabajar junto a la lumbre es causa de enfermedades como cáncer en los pulmones. Un día le comenté a mi madre esto y me dijo: “Cuando voy a que me revise el doctor dice que mis pulmones están perfectos, mi corazón también. Yo nací junto a la lumbre, gran parte de mi vida ha sido junto a su calor y siempre lo busco”.

Mi madre, Rosa Cruz, este año cumplirá 100 años de existencia.

En los programas sociales de salud, sean gubernamentales o civiles, se promueve dejar de usar el fuego de leña. Siempre la pregunta es: ¿consideran todos los beneficios del fuego y el humo o sólo sus males? La estufa Lorena en tierra caliente ha de ayudar mucho, aunque también hay más plagas que el humo controla; en tierra fría, el calor del fogón es indispensable.

Un conocimiento importante, base de nuestra cultura indígena, es que la naturaleza es sagrada. Según los testimonios que recibimos, no se cortaba un árbol sin pedirle permiso. La tierra, los ríos, las cuevas, las montañas, los animales, todos son sagrados y se pedía permiso a las deidades para usarlos. En esa concepción de lo sagrado de la vida, el indígena no adora la naturaleza, es parte de ella.

Recuerdo cuando veíamos llegar el camión del ini, llevando maíz para la tienda que abrieron en mi comunidad. Mientras descargaban los costales los señores integrantes de la autoridad, quienes les ayudaban recogían de inmediato el maíz y frijol que se regaba y nos decían en nuestra lengua a los que estábamos: “Ayuden, el maíz y frijol no se pisan, no se dejan regados. Son sagrados, es lo que nos alimenta”. Esta recomendación no la entendían ni el chofer del camión, ni el promotor, ni su acompañante.

Tiempo después, en una reunión de autoridades los funcionarios del ini dijeron: “Estamos trayendo maíz a sus comunidades pues lo que cultivan no es suficiente, sus terrenos son malos y no dan buenas cosechas. Vemos que recogen hasta el maíz y frijol que se riega, porque el hambre es canija”.


Nuestro pueblo caminó mucho, y en ese andar aprendió cómo alimentarse.

El maíz y frijol son bien importantes, cierto, pero estos funcionarios no entendían el carácter sagrado que tienen para nosotros, por lo que nunca los dejamos regados en el suelo. Para ellos esto era una muestra de nuestra hambre ancestral. Han insistido mucho en ello no sólo la gente del gobierno, también la sociedad nacional, la gente solidaria.

Somos parte de la naturaleza

Nuestros valores culturales generados por nuestros ancestros nos crearon así, a ser parte de la naturaleza. Pensando en ello, comparamos lo que nos ha traído la cultura occidental y su colonialismo con la vida que llevábamos cuando un río era sagrado, cuando la tierra era profundamente considerada en nuestras ceremonias como nuestra madre; con los tiempos en que nuestra cultura era nuestra fortaleza, cuando de haber llegado un occidental a decirnos que lleváramos nuestros desechos a un río, nunca se le habría permitido; cuando era inconcebible que una minera mencionara que escarbaría para sacar un metal, en la cantidad que lo hacen; cuando usar productos para quemar las hierbas entre la milpa resultaba inaceptable; cuando nos habríamos reído si alguien nos propusiera sembrar un maíz traído de lejos y que nos venderían cada temporada de siembra.

Pero, ¿qué pasó? Me parece que el proceso llegó a nuestras comunidades hace poco más de 500 años, lo que ha influido de manera determinante en nuestras actitudes actuales. La mayoría de las veces, por la violencia con que éramos tratados, fuimos soltando el carácter sagrado de la naturaleza. El sincretismo ha sido temporal. Finalmente hemos tomado la religión homólatra, al pasar en diferentes grados del culto a la naturaleza, al culto de lo humano. Aprendimos que lo sagrado ya no está en la amplitud y diversidad de la naturaleza, sino en una casa chiquita, comparada con nuestras montañas, que se llama iglesia, llena de figuras humanas, ajenas.

En el culto a lo humano, ya no es necesario pedirle permiso a la tierra, ofrecer copal a las trojes, a las semillas, ni pedir lluvia en las cuevas de Dios Rayo. Qué curiosos somos, con una misa y una procesión basta; ahora las ofrendas hay que hacerlas en la iglesia. Pero aún hay resistencia y se sigue yendo a los cerros; sobre las montañas sagradas ahora vemos cruces y en las cuevas podemos ofrendar a la santa cruz, a san Isidro labrador, a san Marcos, para pedir lluvia.

Como nos convencieron de que sólo somos los pobres de los más pobres, para salir de esta situación tenemos que aumentar nuestra producción de maíz con semillas híbridas, mejoradas, con transgénicos que nos ofrece el comercio; las instituciones y sus programas nos han insistido en que sembremos plantas que den buenos ingresos; poco a poco se ha cambiado el maíz por el jitomate y otros cultivos para entrar al mercado.

Para las nuevas maneras de hacer la vida, la naturaleza sagrada es producto de un atraso que se debe superar; las escuelas así educan a niños y niñas, las religiones que llegaron y siguen llegando son el complemento para ello. Nuestras ceremonias espirituales se vuelven parte de la folclorización.


El humo en la cocina es muy importante para calentar la casa y a sus habitantes.

¿Qué pasará si empezamos a trabajar recuperando lo propio en su carácter sagrado? No como religión, sino como una relación espiritual con todo, donde se puedan integrar las nuevas religiones asumidas por indígenas, en una especie de recreación del sincretismo, ahora con miras a fortalecer la herencia cultural que los pueblos indígenas crearon y siguen recreando.

La esperanza es que los recursos naturales se defiendan no sólo por razones económicas, sino también por lo que han significado en la historia de cada pueblo. Así dejarán de pensarse que son parte de las tribus de Israel, recuperarán la memoria histórica, y sus mitos de origen, su sostén, adquirirán la misma importancia de los mitos que sostienen a la cultura occidental.

Mirar de nuevo los tiempos históricos y detenerse en ese tiempo que, sin ser idílico, fue de compartir conocimientos, de ser muy etnocéntricos sin afanes etnocidas, y que aún ahora ha permitido sobrevivir a la diversidad. Es impresionante pensar en cómo nuestros pueblos con diferentes lenguas, con culturas diferenciadas, compartían el conocimiento sobre el maíz, sobre los telares de cintura, sobre su relación con la naturaleza, sobre muchas técnicas necesarias para mejorar lo que hacían y seguían desarrollando. De alguna manera, la cultura occidental estudia esto ya con sus especialistas, pero pareciera que la constante en ese conocimiento no es crear y fortalecer las expresiones culturales diferentes, sino registrarlas y guardarlas, para tomar el conocimiento y los recursos en su beneficio, pues no encuentran una razón suficiente para promover desarrollos múltiples.

¿Cómo un pueblo podría recuperar su autonomía? Trabajando fuertemente para retomar el gusto por lo propio, en todas las expresiones de su cultura, compartiendo su gusto con los demás pueblos, compartiendo su desarrollo sin afanes de dominación.

Hay que hacer un ajuste de cuentas con la historia y tomar los mejores ejemplos de convivencia, seguirse desarrollando siendo un integrante más de la naturaleza, como las abuelas y abuelos lo hicieron en ese tiempo cuando convivían y no tenían interés de imponer a los demás su lengua, sus mitos, su historia. Seguro tenían claro que es posible tener mejores formas de vida respetando la diferencia. Gracias a ello seguimos existiendo, a pesar de la etnocida cultura occidental.

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