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La calle de los pajareros Dibujos de Alberto Beltrán
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En el barrio que llaman de la Curva o de la Bolsa está la quinta calle de Carpintería, la de los pajareros. Arriba, ilustraciones de Alberto Beltrán
-A

la gente de aquí le gustan mucho los pájaros… Mire, aquí tengo 200 jilgueros para mandarlos a Zamora. En esta calle somos cuatro familias que hemos vivido aquí desde hace 35 años. A mí, mis padres me enseñaron a curar, a atender a estos animalitos, porque, oiga usted, son retedelicaditos, y si no los cuida uno, ¿pues quién?

Mientras Alberto Beltrán dibuja, el vendedor le aconseja:

–Mire, éste píntelo de colores… No nomás con lápiz… Mire, tiene el arcoiris en el pico, azul, verde, rojo, lila, rosa… No hay que confundir los tucanes con los pico de canoa.

Mucha gente se acerca a ver qué trazos hace el artista en su libreta. Dibuja de pie, con prisa, sin dejarse intimidar:

–¡Mire qué bien le salió!

Entre las calles de Pintores y de Peluqueros, por el barrio que llaman de la Curva o de la Bolsa, está la quinta calle de Carpintería, la calle de los pajareros, donde miles de aves se asolean en sus jaulitas de madera y alambre.

Los cantos de los jilgueros, los clarines, los canarios salen de las jaulas y son tan fuertes que llenan toda la calle. Aquí llegan pájaros de toda la República: tucanes de Tabasco o de la Sierra de Veracruz, pericos verdes de la Huasteca, periquitos azules de Australia que vienen de la costa, calandrias, gorriones proletarios y el cenzontle, que en náhuatl quiere decir 400 cantos.

Desde Cuautla vino una señora a comprar:

–Quiero unos periquitos; unos machitos azules y unas hembras verdecitas.

Don Chucho, el pajarero, la atiende. Una vez que se ha ido comenta: ¡Ah, qué las mujeres! En el mercado son las muchachas las que preguntan con mucha malicia cómo se distinguen las hembritas de los machitos. Cuando están tiernitos los separamos en una jaula y les soplamos en la pancita para ver si son mujer o hombre.

Don Chucho atiende a los pájaros con una constancia paternal. Cambia el agua de las jaulas, pone alpiste en unas diminutas cazuelas y, en otras, plátano con mosco y huevo remolido. Y es que hay pájaros de plátano –que son pájaros de fruta y cantan muy bonito– y pájaros de ornato, que son pájaros de alpiste y no cantan, con excepción del canario.

El trabajo del gremio o del sindicato de pajareros está dividido entre los capturadores, los criadores y los vendedores. Los criadores se encargan de cuidarlos y fijarse cuáles cantan más fuerte para ponerlos en jaulas separadas. Los barrotes de esas jaulas privilegiadas se forran de franela para que el pájaro no lastime sus patitas. Algunas de las personas que van a comprarse un pájaro esperan un gran rato para oír al pájaro y escoger al que cante mejor. Si no canta lo pueden devolver a los ocho días y cambiarlo por otro.

Los revendedores ambulantes, los pajareros que recorren las calles con su bosque de cantos en la espalda, enciman las jaulas como rascacielos de aleteos y de picos. Las jaulas son livianas y el oficio de pajarero es frágil. A su paso, al oír los chiflidos y los trinos, salen los chiquillos, los viejitos y las viejitas, maestros de paciencia para enseñar a los pajaritos, tarareándoles, una y otra vez, la tonada que han de chiflar.

–A ver este colibrí…

–¿Y este cardenal?

El pajarero descuelga la jaula.

–¡Mejor el canario!

Y el canario se queda en la casa –rayito de luz, blando calor de plumas– en la jaula colgada de un clavo, sobre los macetones del corredor, para que le dé el solecito.

Hace años tuve canarios que hacían mi felicidad y sacaba al aire y al sol de la calle, pero en Chimalistac los gatos saben abrir jaulas con su pata derecha y comérselos antes de que puedan decir pío.