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Nosotros ya no somos los mismos

Los lunes en el Metro

Un pendiente no finiquitado con el “inolvidable Monsi”

Se pospone de nuevo el perfil de don Bronco

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El escritor Carlos Monsiváis (1938-2010), durante una sesión fotográfica, en 2006Foto Marco Peláez
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or encima de las urgencias, las miguitas de ternura son mi debilidad desde los años mozos. Actualmente se siguen imponiendo ante lo que la agenda cotidiana señala como importante. ( Miguitas de ternura: cursilísima canción del grato argentino Alberto Cortez.) Por eso hoy, pese a las urgencias obvias, comienzo con algunos agradecimientos: Diana Elizabeth Quiroz, hiciste mi lunes y toda mi semana. Hacía mucho tiempo que una dama no me decía que se reía conmigo y no de mí. El que me cuentes que los lunes en el Metro la gente se espanta de que te vas riendo sola, al leer las simplonerías de la columneta, no puede sino alegrarme y, obviamente, reír. Ya iba a seguir adelante cuando pensé que este era el lugar y el momento adecuados para saldar, por tu conducto, un pendiente que hasta la fecha no había podido finiquitar con el “inolvidable Monsi” (de aquí en adelante, para esta columneta: IM). Yo leo sin orden ni concierto. Mi vista cae sobre cualquier conjunto de signos que me parecen letras y me aplico a descifrarlas, aunque resulten jeroglíficos o letras en cirílico. Cuando encuentro un dato, cifra, referencia, que me resulta de verdadero interés lo apunto de inmediato, pero en la comanda de consumo en un restaurante, en la servilleta o el periódico que estoy leyendo y que puede tener fecha de un mes atrás.

En alguna ocasión, encontré una expresión que me asombró. Era breve, contundente y hermosamente optimista; decía: Para aprender a ser libres, hay que aprender a reír. (Tal vez al contrario: Hay que aprender a reír, para aprender a ser libres.) Si la expresión me en­tusiasmó, el nombre de la persona a quien se le atribuía la autoría me pasmó. ¿Era posible que el más austero, radical de los grandes barones de la Reforma, hubiera concebido este feliz y galano pensamiento? Pues que de inmediato marco el 39 47 62 y me contesta la voz de an­cianita agonizante con la que el IM trataba inútilmente de ocul­tarse de sus millares de hackers personales de la época. Balbuceó: ¿Con quién quiere usted hablar? Sin tiempo al resuello le espeté: “¿Conoces la expresión: ‘aprender a ser libre, es aprender a sonreír’?” Con su voz de tedio, la que usaba cuando tenía que aguantarse el, obviamente, cretino, me contestó: así terminó su discurso Octavio Paz, cuando recibió el Premio Cervantes, en 1981. Le señalé: Pues qué raro que no haya mencionado a Ignacio Ramírez, quien dijo exactamente lo mismo un siglo antes. Mi estocada fue directa y al centro. Monsi reaccionó en automático: ¿Dónde lo leíste? ¿Quién lo citó? ¿Está documentado? Él estaba escribiendo o, recién había escrito, Las herencias ocultas del pensamiento liberal del siglo XlX, libro que incluye una semblanza magistral del Nigromante. Revisé papeles, libretas, servilletas y nunca encontré la valiosa cita. Tan sólo en mi agendita mensual hallé mi propio registro de la frase. Seguí preguntando, googleando.

Pero ahora, ¿qué importa? La cita de Paz, maravillosa síntesis de su hermoso discurso sobre la libertad, pronunciada en la circunstancia y el lugar precisos, permanece vigente y memorable. Y si en verdad, un siglo antes, a esa idea le dio vida don Ignacio Ramírez, nada tendría de extraño, al contrario. Yo entendería esa coincidencia como una feliz y explicable afinidad entre dos grandes liberales de nuestra historia a cuyo pensamiento compartido el tiempo les hizo lo que el viento a Juárez. ¿O qué no estamos hablando de liberales?

Entonces, Diana Elizabeth, aun­que la gente se te quede viendo espantada, tú sigue riendo y, si puedes, contágiala.

Alejandro Homobono, Leo­poldo Santos, Beatriz, como en la película de 1988 You’ve got mail, de parte de la columneta, que les llegará el próximo lunes. Y también José Luis Escobedo, a quien agradezco de antemano el título de periodista surrealista, que me otorgó después de que hice mención del trabajo realizado por todos los coahuilenses el último año de gobierno de Rubén Moreira. (A quien por cierto nunca mencioné.) Ofrecí dar cabida a las opiniones de todos los coahuilenses, fueran éstas de cualquier color. Así será.

Algunos lectores miembros de número de la multitud, me dicen: abrevia los datos curriculares de Ríos Piter y de los demás candidatos independientes, ya más o menos los conocemos. Mejor dinos cuáles son, según tú, los móviles profundos que los impulsan irremisiblemente a la heroicidad. Atiendo la sugerencia y tan sólo agrego unos imprescindibles datos sobre don Armando Ríos Piter. El jaguar, escribe alguna enciclopedia, tiene un pelaje cubierto de rosetas que le sirven de camuflaje tanto a la hora de cazar como de votar (y ser votado). Come de todo: aves, peces, ciervos, primates, pecaríes y hasta serpientes. (No habla de tepocatas.) Quizá estas características le permitan cruzar por tres partidos y mantener su plumaje a nivel de presentable. Recuérdese que no tiene militancia aborrecida.

Me pregunta Aníbal: ¿Tú a qué precandidato independiente le habrías dado tu firma y por qué? Contesto: a Ríos Piter. En primer lugar por inocua: la firma no implica el voto. Y yo no me opongo a que sea candidato, pero seguramente con mi voto no contaría. Pensándolo bien, no se la habría dado. Se la habría cambiado por la oportunidad de formularle unas cuantas preguntas. Pero, además, por agradecimiento: ha sido el único capaz de, aunque fuera brevemente, regresar a Jorgito Castañeda a la realidad. ¿Recuerdan ustedes cómo el lanzamiento de Ríos Piter lo hizo después de un riguroso análisis de las condiciones políticas prevalecientes en un momento crucial que dieron un, ¡quién lo creyera! la sorprendente información de que Jorgito gozaba de menos simpatías (entre las selectas minorías que lo conocían) que las alzas de la gasolina y la energía eléctrica? De allí (no sé si por despecho) decidió no sólo la candidatura de don Armando Ríos, sino que nos descubrió (ignaros mexicanos), que teníamos ante nosotros la inconmensurable oportunidad de tener, ¡por fin!, un presidente francés.

Ríos Piter, nos reclamó Jorgito, es su (¿de nosotros?), el Macron que han estado esperando desde endenantes. Aprovechemos ahora que ningún zapoteco nos puede provocar un gran compló. Yo paré oreja: Jorgito siempre tiene ideas geniales cada seis años: las desempolva, cambia algunos nombres y las oferta al nuevo postor. Seguramente en 2018 sabe cosas que en el pueblo llano ignoramos. Por eso compré de inmediato el libro Revolución, cuyo autor es precisamente Emmanuel Macron, y busqué, ávido, las similitudes con este mexicano. Algo me alcanzaría pues, ­después de todo, a mí, hasta la pubertad, siempre me dijeron que a los niños los traían de París y, por eso, siempre respetuoso, cuando en mi escuela lasallista tocaban La Marsellesa, yo siempre me ponía de pie. No encontré más motivos para acompañar a Jorgito a entonar: entre las almas como entre las rosas hay coincidencias maravillosas, que el hecho de que don Emmanuel y don Armando son egresados de las escuelas del privilegio de cada país y que no le hacen el feo a ninguna marca política que sea caminito de la escuela para llegar más alto, más arriba. Por lo demás, su semejanza no va más allá que la que existe entre Catherine Deneuve y la señora diputada y permanente ocupante de la tribuna legislativa, Carmen Salinas. O se me escapó y, ¿el joven Ríos también está afectado por un galopante Edipo? No, que yo sepa: doña Alejandra Gertrudes Zenzer es suficientes años menor, para desvanecer cualquier similitud. ( ¿Tonces, pa’ qué la pretensión, don Jorgito?) Por cierto, además de sus doctorados en cultura francesa, ¿sabe usted quiénes fueron Juan Antonio de la Fuente, Andrés S. Viesca o Victoriano Cepeda? Su angustiosa carencia de raíces, de médula, de ancla, de ADN, no le autorizan la osadía de pretender hablar como mexicano. ¡Claro que puede opinar sobre nosotros!, faltaba más, pero no en nuestro nombre. Gracias, Armando, por haber contribuido a ubicar a tu promotor (aunque a ti te besó el diablo, diría Gustavo Carvajal) en su comerciable zona de confort ya conocida. Espero que me perdone don Bronco por posponer de nueva cuenta la respetuosa aproximación a su perfil. Falta tiempo, y seguramente, será más precisa.

En el último momento me llegó esta muy justificada exigencia. Ortiz, tú condenas que cualquier persona cambie de partido. ¿No te parece un fundamentalismo primitivo? ¿Y, si el que cambió fue el partido? ¿Y si la militancia se convirtió en comodidad y conveniencia? Y luego la flecha directa al pecho: Tú, Ortiz, ¿cambiarías de partido a estas alturas?

Contesto con Paz: Se pue­­de cambiar de hábitos, no de alma.

El tema se impone.

Twitter: @ortiztejeda