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El secreto y no
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Claudio MagrisFoto María Teresa Slanzi
Periódico La Jornada
Domingo 21 de enero de 2018, p. a12

Editorial Anagrama actualiza una de las colecciones más emblemáticas de sus inicios: Cuadernos Anagrama, planteada como híbrida, de formato reducido y textos breves e inmediatos. Para el lanzamiento se prepararon cuatro títulos, tres de autores históricos de la editorial (Rafael Chirbes, Claudio Magris y Emmanuel Carrrère) y una de las pensadoras más influyentes de la actualidad, Marina Garcés. Para los lectores de La Jornada, Anagrama presenta el arranque de El secreto y no, de Claudio Magris, que forma parte de esta colección

Uno de mis primos, diez años más joven que yo, deseaba ardientemente de niño que le regalasen una placa de agente secreto. Ser agente secreto era lo que más anhelaba, y en esto se parecía no solo a muchos otros niños, sino también a los adultos. Quizá no haya nada que despierte más la vanidad –incluso en el sentido más noble y doloroso del término, en el deseo universal de ser alguien único e irrepetible, que no se agota en las apariencias y en las actividades externas sino que tiene un significado profundo, tanto más profundo cuanto más difícil es de percibir– que la idea no tanto de tener secretos como de ser, de algún modo, secreto. Pero para satisfacer esta vanidad hay que reconocerla, debe ser conocida por todos, como la cara de un actor famoso. No se trata solo de la fantasía adolescente que aparece, más o menos, en cada uno de nosotros, la que hace soñar con arriesgadas y misteriosas actividades ocultas o prohibidas, que seduce con la idea de poseer una identidad secreta, doble, y por tanto más rica y compleja. Ser secreto para los demás duele y al tiempo conforta. Duele, porque existe siempre el sentimiento de ser incomprendidos, incluso –y este es el elemento más doloroso– de serlo por las personas cercanas y amadas. Conforta, porque ayuda a atravesar la soledad de la existencia y a resistir la incomprensión ajena gracias al sentimiento de poseer una verdad oculta, de no ser solo lo que les parecemos a los demás; conforta con la idea de una irreductible peculiaridad que los otros no pueden conocer porque no podrían comprenderla.

De este modo, la soledad se aferra a la consoladora idea de poseer un alma superior o al menos tan profunda que no puede ser comprendida a fondo por los demás. Gusta sentirse, ante la puerta del palacio real de la vida, como un rey disfrazado de mendigo, que no puede entrar en el palacio porque nadie sabe que él o ella es un rey; quizá se sufre menos por esta exclusión porque se sabe que se es un rey y el desprecio o la indiferencia de los otros se compensa con este sentimiento de superioridad. Tampoco sufre el espía por el disfraz que necesita para ser espía; en el fondo, hacer de espía es otro de los sueños más comunes y extendidos. No tanto hacer de espía sino ser espía, como los héroes de las novelas negras o de espionaje. Quizá en el fondo, al menos en parte, todos seamos espías, guardianes de un secreto, aunque no sea otro que el de nuestra identidad más profunda. Tan secreta que nosotros mismos la desconocemos.

El secreto invita a ser guardado pero también a ser violado, dos impulsos contradictorios y a menudo entrelazados ambiguamente. Hace unas semanas, en las Assises Internationales du Roman de Lyon, Claude Sulzer afirmaba que toda novela, o casi, contiene un secreto, algo que, para merecer ese nombre, tiene que mantenerse escondido y callado tenazmente. Incluso veía en la revelación del secreto una de las estructuras profundas de la narrativa; la narrativa tiene esta exigencia –añadía– porque en literatura la niebla y la confusión deben aclararse, mientras que la vida es menos dada a explicarse. Afirmación discutible porque mucha gran literatura consiste, en su estructura misma, en el incremento de la oscuridad y no en su clarificación. Quizá era más convincente, en aquel diálogo de Lyon, David Vann, que replicaba afirmando que la gran diferencia entre la novela y el blog, diferencia que convierte a este último en algo infinitamente menos interesante, es el hecho de que el blog carece de sobrentendidos, de sentidos ocultos, de secreto.

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Guardar el secreto. El secreto y su custodia son un elemento fundamental de la potencia, del poder. Arcana Imperii, consignados según la tradición desde Augusto a Tiberio. A juicio de algunos, la palabra Imperii es un añadido posterior, de la Edad Media, mientras que el texto se habría llamado en su origen solo Arcana. Quizá para no especificar o, mejor dicho, para no limitar a la esfera política el rol, la necesidad y el mecanismo del secreto, sino para hacer de él una clave universal, misteriosa porque no está limitada a una esfera específica, ni siquiera a la más alta y, por tanto, más potente. Se trata, por supuesto, de la misma cosa, es decir, de la afirmación y del ejercicio de un poder, que precisamente para ser más fuerte no solo se reviste de secreto sino que extiende el secreto, el arcano, a la realidad y a la vida entera.

Los grandes déspotas, los tiranos totalitarios –en cuanto ostentadores de un poder que abarca la esfera entera de la existencia, la totalidad–, se muestran siempre envueltos en un sombrío halo de misterio, de arcano, de secreto. Para el poder, y más aún para el totalitario, todo es secreto: cualquier ciudadano es sospechoso de desarrollar quién sabe qué actividades secretas y el poder que lo investiga también debe ser secreto. Cuando Goldstücker –el gran crítico de Kafka, militante comunista en los años terribles y después embajador de la República Popular Checoslovaca– fue sacado de la cama y arrestado durante la noche por la policía secreta comunista y preguntó de qué se le acusaba, un esbirro le propinó una bofetada diciéndole que él ya lo sabía y que tenía que confesar sus culpas secretas. Algo que se desea indefinible, porque, si fuese definible, sería también limitado. La figura por excelencia del déspota envuelto en el secreto es la de Stalin, que quizá por eso parece infundir, en el imaginario, más terror que otras figuras no menos sanguinarias, como la de Hitler.

El poder necesita siempre el secreto; no hay Estado, por liberal y democrático que sea, que no tenga servicios secretos, y las operaciones de estos, ciertamente muy diversas en los diversos contextos estatales y en las diversas situaciones históricas, están siempre envueltas en un aura tenebrosa en la que la lucha con el mal se confunde, en el imaginario pero a menudo también en la realidad, con el propio mal. El secreto político es, tal vez, el que demuestra más que ningún otro la naturaleza de poder innata en el secreto mismo, en todo secreto, y también sus licencias con respecto a las leyes de la moral. El guardián del secreto (o el descubridor del secreto del enemigo) ignora cuando actúa las normas morales y persigue, con total indiferencia hacia los medios, el fin que justifica toda operación, sea la defensa o la cancelación del secreto o bien su descubrimiento y ostentación, si se trata del secreto del enemigo.

El secreto es una de las prerrogativas esenciales del poder. Esconder, cubrir, borrar, hacer desaparecer la verdad.

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