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La trompetilla acústica
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Crookhey Hall, 1947, caseína sobre masonita, imagen tomada del libro La trompetilla acústica, cortesía del FCEFoto © Estate of Leonora Carrington/ ARS
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La casa de enfrente, 1945, temple sobre tabla de Carrington, imagen incluida en el libro publicado por el Fondo de Cultura Económica en la colección TezontleFoto © Estate of Leonora Carrington/ ARS
Periódico La Jornada
Domingo 24 de diciembre de 2017, p. a16

La pintora y escultora Leonora Carrington (Lancashire, Inglaterra, 1917-Ciudad de México, 2011), una de las figuras relevantes del surrealismo, legó una vasta obra plástica. En el terreno literario dejó varios libros, como La trompetilla acústica, publicada por el Fondo del Cultura Económica que ya circula en librerías. En este trabajo se puede saborear la dimensión creativa y la extrañeza onírica de una de las artistas más imaginativas y permanentes del siglo XX, de quien este año se conmemoró el centenario de su natalicio. Con autorización del sello editorial, como adelanto para los lectores de La Jornada, se reproduce un fragmento de este volumen que ofrece atisbos a puertas y ventanas de los mundos impredecibles de Carrington

Cuando Carmela me regaló la trompetilla acústica, pudo haber previsto las consecuencias. Carmela no es lo que pudiera llamar maliciosa, simplemente ocurre que tiene un curioso sentido del humor.

La trompetilla era un bello ejemplar entre los de su clase, sin que fuera realmente moderna, lucía muy bonita con sus motivos florales dibujados en incrustaciones de plata y nácar, elegantemente curvada como el cuerno de un bisonte. La belleza no era la única cualidad de la trompetilla, amplificaba tanto los sonidos que aun las conversaciones más ordinarias se ha-cían harto audibles para mí.

Debo aclarar que no todos mis sentidos han sido destruidos por la edad. Mi vista es todavía excelente, aunque uso impertinentes para leer, cuando leo, lo cual ocurre muy rara vez. Verdad es que el reumatismo en cierta forma ha doblegado mi esqueleto, pero esto no me impide dar una caminata cuando hace buen tiempo y barrer mi cuarto una vez por semana, los jueves. Una forma de ejercicio que resulta a la vez útil y edificante. Todavía soy un miembro útil de la sociedad, capaz de mostrarse agradable y entretenido cuando la ocasión se presenta favorable. El hecho de no tener dientes y resultarme imposible usar dentadura postiza no me incomoda; no me siento obligada a morder a nadie, además uno puede procurarse toda suerte de comestibles suaves y fáciles de digerir: puré de papas, chocolates y pan humedecido en agua tibia constituyen la base de mi simple dieta. Nunca como carne, puesto que considero un error privar de la vida a los animales. La carne es además difícil de masticar, a menos que se sirva en trozos pequeños. Tengo ahora noventa y nueve años y por espacio de unos quince he vivido con mi nieto y su familia. La casa está situada en un barrio residencial; en Inglaterra se la consideraría como una quinta de los suburbios, con su pequeño jardín. Hay un hermoso patio que comparto con mis dos gatos, una gallina, unas cuantas moscas, una planta llamada maguey, la sirvienta indígena y sus dos desnutridos pequeñuelos.

Mi cuarto da a este hermoso patio, lo cual resulta muy conveniente pues no hay escaleras que trepar; simplemente tengo que abrir la puerta cuando quiero disfrutar de las estrellas durante la noche o del sol de la mañana, que es la única forma de luz diurna que puedo soportar.

Por algunos años y lentamente ha venido creciendo el temor de que nunca regresaré al Norte, de que nunca me alejaré de aquí. No debo abandonar la esperanza, milagros ocurren, muy a menudo ocurren. Algunas personas piensan que cincuenta años es una visita demasiado larga a un país. Para mí, cincuenta años no significan más que un espacio de tiempo pegada en un lugar donde no quiero estar en absoluto. Durante todo este tiempo he estado tratando de alejarme, sin embargo nunca pude; debe haber algún pegajoso embrujo que me retiene aquí, como una mosca pegada de un papel cazamoscas.

Un día encontraré la forma de salir de aquí y sabré por qué he permanecido tanto tiempo cuando mire de nuevo los renos y la nieve, los cerezos y praderas y escuche otra vez el canto de los tordos con la ayuda de la trompetilla que habré de conservar a costa de todo. Inglaterra no es siempre el centro de estos sueños, ni siquiera deseo vivir en Inglaterra aunque tendré que ir a hacerle una visita a mi madre, que se está poniendo vieja, aunque goza de excelente salud.

Ciento veinte años no es una edad excesiva considerada desde un punto de vista bíblico. Margrave, el mayordomo de mi madre, que me manda postales del Palacio de Buckingham, suele decirme que ella luce muy vital en su silla de ruedas, aunque cómo se puede ser vital en una silla de ruedas, no lo sé. Dice que ella está completamente ciega pero no tiene barbas, lo cual debe ser una alusión a una foto mía que les envié como regalo de Navidad el año pasado.

En efecto, poseo una barbita corta y gris, que gente convencional podría encontrar repulsiva, aunque personalmente yo la encuentro harto elegante. Sobre gustos y colores...

A Inglaterra iría sólo para permanecer unas pocas semanas, luego realizaría el gran sueño de mi vida y me iría a Laponia para pasear en un trineo arrastrado por perros lanudos.

Ésta, naturalmente, es una digresión; no quiero que nadie piense que mi mente desvaría. A decir verdad desvaría, pero nunca más allá de donde yo quiero. De modo que vivo con mi nieto, Galahad, más que todo en el patio.

Galahad tiene una familia numerosa y no es rico en absoluto; vive del escaso sueldo pagado a los empleados del servicio exterior que no son embajadores (los embajadores, me han dicho, reciben una paga más amplia del gobierno, lo cual al parecer no se justifica pues reciben alimentación gratuita por cuenta del pueblo del país que representan). Galahad está casado con la hija del gerente de una fábrica de cemento; se llama Muriel y es hija de padres ingleses.

Muriel y Galahad tienen tres hijos, uno de los cuales, el menor, todavía vive aquí con nosotros. Este muchacho, Robert se llama, tiene veinticinco años y sigue soltero. Robert no tiene un carácter agradable y desde niño era malo con los gatos. Anda, además, en una motocicleta y trajo un televisor a la casa. Actualmente, rara vez voy a la parte delantera de la casa, dado que mis modales en la mesa se salen de lo acostumbrado. La edad lo hace a uno menos sensible a la idiosincrasia de los demás. De todos modos, no proporciono molestias a nadie y mantengo mi cuarto y mi persona limpios sin ayuda de ninguno.

Con cada semana llegan algunos pequeños placeres: de noche cuando hay buen tiempo, el cielo, las estrellas y naturalmente la luna en todo su esplendor.

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