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2018: guerra secreta y ciberpolítica
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l 18 de noviembre apareció en las primeras planas de la prensa nacional una noticia un tanto inusitada. Como corolario de la visita a Moscú de Luis Videgaray, el canciller ruso, Serguéi Lavrov, hizo responsable a la Casa Blanca de impulsar una campaña en la que se acusaba al gobierno ruso de preparar una intervención en los próximos comicios presidenciales de 2018. Lo inusitado de la noticia era, por supuesto, no su contenido sino su forma: su oficialidad. Frecuentemente, en política lo relevante no es qué se dice sino quién lo dice. Siguió lo predecible. El simple hecho de que un alto funcionario del Kremlin declarara que Moscú no pretende interferir en las elecciones mexicanas, puso ya en guardia a una buena parte de las instituciones y las fuerzas que se conjugarán en las próximas elecciones de julio. Sobre todo al INE, en el cual, al parecer, se han empezado tomar medidas (irrisorias, uno imagina) para blindar a las elecciones frente a intervenciones extranjeras. Suena a una broma. Si las agencias de seguridad estadunidenses no logaron impedir la interferencia rusa en las elecciones del año pasado, ¿cuánto pueden lograr un puñado de funcionarios en la soledad de Tlalpan?

En otras palabras, leída entre líneas, la declaración de Lavrov refrendó lo que los medios habían convertido en materia de especulación desde que Gary Kasparov, antiguo campeón mundial de ajedrez y opositor de Putin, hizo una declaración al margen sobre el tema el mes de abril: Rusia podría intervenir en el proceso electoral mexicano o, acaso, ya lo está haciendo.

No hay duda de que el Kremlin cuenta hoy con los dispositivos cibernéticos, el sistema de espionaje, el personal en tierra (en este caso, México) y, sobre todo, la experiencia para influir de manera masiva en las campañas electorales (y, por ende, en los probables resultados de la elección). Recientemente, lo ha hecho en otros casos con bastante eficacia. Hackear una elección como la estadunidense no es un asunto fácil, ni tampoco influir en comicios como los que redundaron en el Brexit. La elección mexicana, atravesada por canales infinitos de corrupción, con cientos de funcionarios dispuestos a tender la mano por una cuota mínima, representaría para la ciberpolítica rusa un paseo de domingo.

Pero tildar a esta política de una amenaza contra las democracias occidentales es ya parte de esa retórica que ha hecho de Moscú un espectro fantasmagórico para legitimar el socavamiento de la propia democracia occidental por instituciones centrales de su vida pública. Un Rajoy, un Trump o una Theresa May, la verticalidad y la ilegalidad de la Comisión Europea, atentan cotidianamente contra sus propias democracias de una manera que ninguna intervención extranjera podría igualar. Lo que es evidente, desde los años noventa, es que la política europea está destinada a reducir ad máximum las zonas de influencia de Moscú. Y también evidente es el tipo de respuesta con la cual Rusia ha tratado de responder al arrinconamiento: apoyar a todas las fuerzas euroescépticas o francamente contra-europeas, sea cual sea el signo bajo el que actúan en sus ámbitos nacionales. Simple y llana política de potencias a la vieja usanza. Lo nuevo en esta escena es, acaso, la ciberdimensión de esta confrontación. Ni Estados Unidos, ni Alemania ni tampoco Inglaterra son neófitos en este asunto. Disponen de un ciberpotencial equivalente al de Rusia. Que no hayan logrado afectar el dominio que Putin ejerce sobre la política rusa, cuenta como uno de sus fracasos.

¿Cuál sería el móvil de una intervención rusa en la elección mexicana? No es difícil imaginarlo, por más que la información sea escasa. El más evidente forma parte de un paradigma antiguo. Si entre 1915 y 1917 Alemania apostó a contener a Washington a través de propiciar una crisis en las relaciones entre Estados Unidos y México –que impidió el desciframiento del telegrama Zimerman–, hoy con las dos sociedades entrelazadas por el TLCAN, un Trump dedicado a convertir a México y los mexicanos en un chivo expiatorio y una Casa Blanca incapaz de imponer sus condiciones en la renegociaición del TLCAN, una escena equivalente se antoja multiplicada.

La comentocracia ha extraído ya sus conclusiones. Putin apoyaría a López Obrador y Washington a Meade. Nada más absurdo. Cuando una gran potencia actúa en una crisis, apuesta a todos los huevos de la canasta. Y sólo en el transcurso del conflicto se definen sus posiciones. En política nunca abundan las casualidades; en cambio, las coincidencias revelan sus signaturas. No por coincidencia Lavrov emitió su declaración en presencia de la extenuante ignorancia de Luis Videgaray. Por supuesto que para López Obrador representaría una vía de acceso a las ligas mayores de la globalidad.