Opinión
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Infancia y sociedad

Los ogros también lloran

P

areciera que los ogros nunca fueron niños, que nacieron viejos, malvados y sin capacidad para la compasión, con hambre enferma por el oro y por el otro: hambre de carne humana, de pueblo, de niño.

La historia de los ogros es demasiado larga para repasar aquí. La palabra tiene un origen diverso y su figura monstruosa se creó a partir de temores basados en supuestos mágicos y en datos científicos.

Los ogros, con su cuerpo descomunal y su cabeza pequeña, son metáfora de realidades humanas: temor al padre, al Estado y a esa parte obscura y violenta de cada quien, que sólo llegamos a conocer en situaciones límite.

Los ogros sí existen, aunque no como los conocimos en los cuentos. Ellos viven de algún modo en todos los seres humanos; en ese rincón de nuestro ADN en el que todavía, quizá, hay algo de los neandertales y los cromañones que nos antecedieron. (Pienso en Trump sin bisoñé, atuendo piel de bisonte y lanza en la mano derecha).

El ogro es personaje idóneo para hablar a los niños de los límites de su humanidad: de su libre albedrío, de su voluntad ética. Así lo entendió seguramente Suzanne Lebeau al escribir El ogrito, pieza parteaguas en el teatro infantil de altura.

Imaginen una madre que trata de evitar que su hijo sea como su padre (un ogro que antes de abandonarla devoró a sus hijitas). A pesar de su amor y esfuerzos, el color rojo y el olor de la sangre despiertan en el ogrito sus apetitos y ha de enfrentar tres difíciles pruebas para imponerse a sus instintos, y poder amar y vivir en armonía con los demás niños.

La escritora nayarita Queta Navagómez tomó la figura para escribir un microcuento en el que subyace un anhelo político: “Entre las espesas nubes, en un gran castillo hecho de piedra gris, vivía un ogro hermoso como tú. Por las noches, después de opípara cena contaba las monedas de oro acumuladas por él. Colocaba sobre su mesa la gallina que cada noche ponía un huevo de oro y, tras guardarlo, sacaba su arpa mágica que lo arrullaba con dulce melodía para dormir plácidamente. Era muy feliz, a pesar de vivir tan solo. Hasta que un horrible niño trepó a las nubes escalando unas habichuelas mágicas y se adueñó de las monedas, de la gallina y del arpa. El ogro intentó perseguirlo, pero el malvado niño tomó un hacha y cortó la habichuela. El bello ogro se mató al caer de las nubes y… ¿qué tienes mi amor? ¿por qué lloras? ¡Tontito…! ¡Si los niños no existen!”

PS. Aunque aún no puedan votar, señores ogros: los niños sí existen y algún día votarán.