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El doble rasero de la justicia
L

a atención de la opinión pública se volcó en días recientes hacia la abrupta remoción del titular de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade). De entre las muchas aristas, a partir de las cuales se puede analizar este suceso, una muy relevante estriba en contrastarlo con el largo proceso de búsqueda de verdad y justicia que hasta el día de hoy impulsan de modo ejemplar las familias de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa, desaparecidos la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero. No obstante todo este tiempo, el caso, como es sabido, continúa sin ser resuelto, y fue de nuevo ventilado en el más reciente periodo de sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), celebrado en Montevideo, Uruguay, del 23 al 27 de octubre pasados, conforme a la dinámica del Mecanismo Especial de Seguimiento que la propia Comisión estableció para su investigación.

Durante esa audiencia fue nuevamente ventilada la falta de avances en el esclarecimiento del paradero de los jóvenes. “La Comisión Interamericana agradece la información recibida en la audiencia –se lee en el comunicado de prensa emitido al final de las sesiones–, pero lamenta que aún no se tenga conocimiento del paradero de los estudiantes desaparecidos, y reitera nuevamente su preocupación ante la falta de celeridad en alcanzar conclusiones, tanto en las actividades de búsqueda, como en el esclarecimiento efectivo de las líneas de investigación señaladas por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes”. Don Emiliano Navarrete y doña Blanca Nava, en representación de las familias, al dar su testimonio sobre los estragos que después de todo este tiempo ha causado la desaparición de sus hijos en sus familias, dieron en cambio una muestra de dignidad. La CIDH por su parte reiteró a las víctimas y al Estado que no dejará de exigir verdad y justicia en el caso.

El contraste entre el proceso de Ayotzinapa y el de la Fepade, fue también abordado en la audiencia. Y es que la comparación es inevitable en al menos dos niveles. Por un lado, al fiscal electoral se le cesó de forma fulminante, aduciendo la violación del Código de Conducta de la Procuraduría General de la República, a partir de ciertas declaraciones que efectuó a la prensa. Por el contrario, ese Código de Conducta ha brillado por su ausencia en Ayotzinapa a lo largo de todo este tiempo. Nunca se esgrimió para sancionar a los funcionarios de la institución que a su arbitrio, y como verdadera política de comunicación social, filtraron actuaciones de la indagatoria, con la abierta intención de criminalizar a los normalistas al comienzo de la investigación. Y tampoco se aplicó para sancionar a los funcionarios, hoy impunes, que usaron la tortura como método de investigación en el caso. Mucho menos se invocó para sancionar las graves irregularidades en que incurrió quien fuera titular de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón de Lucio, hoy cobijado por la Presidencia de la República en la Secretaría Técnica del Consejo de Seguridad Nacional. A este funcionario nunca le fue aplicado el Código de Conducta de la Procuraduría, a pesar de que, ocultando su actuación –y en la que incluso interrogó a dicha persona sin abogado, que a la postre apareció torturada–, trasladó a un detenido sin registrar su desplazamiento. Lejos de ser sancionado, fue ascendido.

Por otro lado, trazar un paralelo entre ambos sucesos pone de relieve también las nocivas continuidades de la justicia mexicana: en la PGR del actual régimen es más riesgoso ser independiente que torturar. Más peligroso actuar con autonomía que romper la ley. En efecto, el fiscal electoral no es el primer funcionario alejado de la institución por hacer su trabajo. Ocurrió, por ejemplo, con el ex visitador general de la institución, César Chávez, quien por concluir que Zerón de Lucio cometió irregularidades graves, que podrían tener trascendencia penal en el caso Ayotzinapa, y señalar que las detenciones de los acusados fueron arbitrarias, fue alejado súbitamente de la Procuraduría.

En suma, lo que queda en evidencia de Ayotzinapa al escándalo de la Fepade es una procuración de justicia que literalmente se encuentra en ruinas. Una PGR que aplica groseramente un doble rasero, en el que la ley se supedita siempre a los intereses políticos. Lo cual es una mala noticia para el proceso electoral en ciernes. También para las familias de Ayotzinapa, porque el tiempo se acaba en este sexenio para que accedan a la verdad y a la justicia, a las que tienen derecho. Ambos sucesos, empero, muestran la relevancia que hoy adquieren los esfuerzos de la sociedad para revertir la crisis de impunidad que atraviesa el país. Desde aquellos que impulsan las organizaciones e instituciones académicas que buscan incidir en el desarrollo de un nuevo modelo de procuración de justicia, comenzando con la designación de personas verdaderamente autónomas, apartidistas y honestas en las principales fiscalías, hasta aquellos que siguen generando las familias de Ayotzinapa y las organizaciones que les acompañan. Respecto de estos últimos, cabe también hacer mención especial de los esfuerzos de los especialistas de Arquitectura Forense que llevaron al desarrollo de la Plataforma Ayotzinapa, hoy expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM y disponible en Internet, misma que reconstruye formidablemente la noche de Iguala con herramientas de cartografía digital, dando con ello a la PGR una lección sobre cómo investigar delitos complejos con tecnología de punta.

Esfuerzos como estos nos muestran que frente a una justicia politizada, que hace del doble rasero su regla de actuar, no queda más que seguir demandando desde la sociedad una Fiscalía que sirva, hasta que las negras nubes de la impunidad se disipen.