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Morelia 2017: las narrativas marginales
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Durante la proyección de Santo contra hombres infernales, de Joselito Rodríguez, primera cinta en ser reconstruida en formato 4K. En la función estuvieron Viviana García Besné, titular del Archivo Cinematográfico Permanencia Voluntaria, y Peter Conheim, quien estuvo a cargo del proyecto de restauración del filme de 1961Foto Notimex
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os saldos de una pasión cinéfila. A 15 años de su creación, el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) no sólo ha cumplido sus propósitos iniciales de proponer y difundir el cine de calidad que apenas logra presentarse y sobrevivir en las carteleras comerciales, sino también respaldar a una comunidad de cinéfilos entusiastas que en él han encontrado refugio y vigorosos motivos de optimismo. Para cerciorarse de ello, basta con haber asistido a una de sus últimas funciones, cuando en cualquier otro festival el ánimo habría menguado al cabo de ocho días de un consumo voraz de buen cine, para todavía ver llena al tope la sala más grande y disfrutar hasta la medianoche un título como Zama, la cinta hermética y fascinante de la realizadora argentina Lucrecia Martel.

En los días previos, el entusiasmo fue siempre algo parecido. No podía ser de otra manera. A la celebración de los 15 años del festival –una lozanía en ningún momento desmentida– han acudido los mejores talentos del cine mexicano, desde Guillermo del Toro, quien ahora presentó su cinta más reciente, La forma del agua, hasta Alfonso Cuarón, Amat Escalante o Carlos Reygadas para refrendar su lealtad de artistas con el festival que mejor acogió sus primeras obras.

La originalidad y atractivo mayor del FICM ha sido haber podido consolidar en poco tiempo, además de su tradición hospitalaria, un perfil artístico muy propio y un punto de vista comprometido, de modo irrenunciable, con las causas sociales. Revisando la programación de este año, destaca la selección de películas que coinciden en recuperar las voces de minorías étnicas y sexuales, de personas con discapacidades físicas y mentales, y de quienes padecen la beligerancia de un conservadurismo radical que gana fuerza en diversas regiones del mundo.

En la selección de documentales mexicanos, que este año ha reunido 15 largometrajes, sobresale, por ejemplo, la vitalidad y belleza formal de Potentiae, de Javier Toscano, con su registro de las faenas cotidianas y dificultades, airosamente superadas, de un grupo de personas con alguna discapacidad física que hacen gala de inventiva e ingenio para enfrentarse a la desdeñosa indiferencia de una ciudad que les escatima los espacios y las oportunidades laborales.

Guerrero, el estupendo documental del francés Ludovic Bonleux, registra a su vez las búsquedas por parte de sus familiares de personas desaparecidas, siempre en un clima de impunidad y de terror al que oponen una resistencia infatigable.

Otros documentales recuperan algún relato intimista, como Artemio, de Sandra Luz López, con el desarraigo cultural de un niño de origen mexicano, nacido en Estados Unidos, que no encuentra acomodo ni asilo real en ninguna parte, o evocaciones tan entrañables como La compañía que guardas, de Diego Gutiérrez, o El vendedor de orquídeas, de Lorenzo Vigas, como constancias de tributo y duelo a una figura paterna desaparecida.

Figuran también, de modo estimulante, los documentales que combinan biografía y creación artística como Takeda, de Yaasib Vázquez, sobre la recreación de un México cargado de mitologías en la obra de un pintor japonés afincado en Oaxaca, o Witkin y Witkin, de la británica Trisha Ziff, sobre la compleja y muy fértil complementaridad de dos artistas gemelos anglosajones –uno fotógrafo, el otro pintor– que presentan su controvertido trabajo en México. Añádase la visión delirante de Truenos de San Juan, de Santiago Maza Stern, sobre las festividades rituales de un pueblo donde la devoción colectiva al santo patrón incluye el daño físico autoinfligido y en ocasiones la muerte.

La riqueza y variedad de las propuestas del cine documental en esta edición del festival eclipsaron a una selección de películas de ficción, de apenas siete títulos, que no brilló ni por su originalidad ni por su poderío dramático. Tal vez sea ello reflejo del desfase actual de muchas narrativas frente a una compleja realidad social que parece rebasarles o a la que le conceden una atención mínima.

Cómo explicar de otro modo que de la figura de Rosario Castellanos, una escritora feminista comprometida con las mejores causas, se recupere, con un mayor empeño, la vertiente melodramática de sus desaveniencias conyugales en Los adioses, de la talentosa directora Natalia Beristáin, o que títulos como Casa caracol, de Jean-Marc Rousseau Ruiz, o Sinvivir, de Anaïs Pareto Onghena, e incluso Cuadros en la oscuridad, de Paula Markovitch, la directora de una cinta tan redonda y perturbadora como El premio (2013), dejen languidecer sus mejores propósitos en una narrativa convencional o en un ensimismamiento contemplativo.

En ese panorama de ficciones desiguales sobresalen Oso polar, una durísima cinta sobre el bullying físico y sicológico que padece un hombre por parte de sus ex compañeros de escuela, filmada totalmente con un iPhone 5, y otros dos títulos interesantes, Ayer maravilla fui, de Gabriel Mariño, y El dibujante, de Arturo Pérez Torres, que responden, cada uno a su manera, a la creciente tendencia de dar voz y visibilidad a esas voces marginales que el festival de Morelia vuelve a colocar hoy en el centro de la atención cinéfila. Cero y van 15: quince años de compromiso social y de coherencia artística. ¡Felicidades!

Twitter: @Carlos.Bonfil1