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Contra la demolición
E

l reconocimiento de la desigualdad como un fenómeno corrosivo y desestabilizador no sólo de la economía sino de la política y las relaciones industriales, se volvió universal en estos años finales de la gran recesión. Del Fondo Monetario Internacional al Vaticano, pasando por el Banco Mundial, la OCDE o el Grupo de los Veinte, se asume que la desigualdad es la cuestión decisiva de nuestra época, como dijera el presidente Obama.

Con bastante anterioridad, el entonces presidente Clinton atestiguó los primeros efectos mayores de un descontento masivo con la globalización que luego se volvería también universal. Junto con James Wolfenson, a la sazón presidente del Banco Mundial, Clinton asistió en Seattle a la gran revuelta de anarquistas, activistas sindicales, desempleados y marginales que tomó la ciudad y alteró el orden de las cosas que debería servir de contexto para una reunión de la Organización Mundial de Comercio.

Y así se desplegó un movimiento mundial contra la globalización y sus ilusiones, en cada ocasión en que los ricos y los poderes constituidos se reunían. Vinieron los del 15 de marzo en España y los Occupy Wall Street, los indignados y sus profetas, al calor no sólo de las profundas dislocaciones sociales y regionales que la transformación global producía sino de los primeros implacables impactos de la gran recesión sobre las poblaciones, países y localidades más vulnerables o menos preparadas para asimilar los golpes inclementes del ciclo internacional vuelto crisis económica abierta. Con su cauda de desempleo masivo, decrecimiento y luego crecimiento aletargado, la crisis redundó en una agudización de la desigualdad que alarmara a Obama y sigue en el centro de las proyecciones lúgubres que nos advierten de los peligros de entrar en una fase larga de estancamiento secular que pondría a Occidente a las puertas de conmociones sociales y políticas monumentales, de corte histórico, como lo han empezado a escudriñar muchos pensadores sociales y de la economía política del mundo avanzado.

Nosotros fuimos pioneros en la exploración de estos ominosos escenarios. Al combinar sin precaución ni cuidado una política de estabilización a ultranza con la estrategia de cambio estructural para globalizar al país cuanto antes, los gobiernos coadyuvaron al trazo de una trayectoria marcada por un desempeño económico socialmente insatisfactorio a largo plazo. La economía pasó de ser medio incluyente a medio excluyente, al dejar el empleo y los salarios al amparo de los movimientos y oscilaciones de un mercado laboral salvaje y abiertamente favorable a los empleadores. Igualmente, se dejó el bienestar de las personas al cuidado del mercado y sus oscilaciones y, en general, ligado a los movimientos erráticos y cargados de inclinaciones recesivas de la actividad económica general.

De esta manera se construyó una economía política marcada por la desigualdad en la distribución del ingreso, en el acceso a los bienes públicos básicos y esenciales para la sobrevivencia y en la riqueza. Combinadas, estas desigualdades derivan en una reproducción de la injusticia social que se extiende sin permiso a los otros ámbitos del Estado, la política y las relaciones sociales.

En un contexto como el descrito, documentado con rigor por los órganos oficiales de medición y cálculo, no puede esperarse sino conductas individuales y colectivas anómicas, separadas y contrarias a las normas escritas y no escritas necesarias para la vida en común y, en fin, volcadas a la permisividad con la delincuencia o, de plano, a su práctica continua o intermitente. Así nos lo enseñan las historias cotidianas de Guerrero o Tamaulipas, Puebla o Oaxaca, Michoacán o Sinaloa, Colima y Jalisco, ¡Tláhuac!, donde se dan cita cuotas inauditas de violencia, crimen y desfachatez criminal que se pasea por calles, valles, playas y lujosos conglomerados sin que nadie alrededor ose chistar.

Se ha instalado así una progresiva corrosión de los tejidos primordiales e indispensables para vivir pacíficamente en sociedad y el tan mencionado Estado de derecho no puede sino mantenerse en estado larvario, inmune a los discursos de los juristas y a los reclamos de los ciudadanos profesionales que ahora se dedican no tanto a hacer posible tal tipo de Estado, sino a demoler lo que ha quedado del Estado que nos legara la Revolución y que a partir de los años setenta del siglo XX se atrevió a buscar su autorreforma mediante un cambio mayor pero administrado desde arriba de sus mecanismos fundamentales destinados a regular la lucha y la constitución del poder. Hoy, parece que lo logrado en este plano decisivo de las relaciones humanas, está postrado o desgarrado, por sus propias debilidades internas, sus contradicciones y deficiente diseño pero, sobre todo, por la acción sostenida de muchos de quienes han sido sus principales actores y beneficiarios en el pasado.

Se trata de una práctica zapadora que obedecería a una conclusión largamente cultivada y ahora cosechada con precipitación: que el sistema político y el Estado que debía sustentarlo no tienen remedio y que no hay ruta de reforma capaz de evitar que la vocación transgresora, corrupta y corruptora, autoritaria y arbitraria, etcétera, etcétera, se reproduzca, sobre todo cuando el PRI recupera la Presidencia como ocurrió desde 2012. Y así, se propone llamar a la ONU para que nos auxilie y redima con una comisión como la de Guatemala, se desfonda lo poco que tenemos de vida parlamentaria, los partidos no mutan sino que reniegan de sus programas, convicciones e ideologías y las organizaciones sociales son vistas por casi todos sus personajes como el camino más rápido y expedito, un fast track al alcance de la mano, para arribar a posiciones de poder sin pasar por la prueba esencial de las urnas, las candidaturas, la deliberación y el debate.

Deconstruir un edificio tan complejo como es el Estado no es tarea imposible. Para los revolucionarios y jacobinos de toda laya era sólo cuestión de audacia, audacia y más audacia, como dicen que recetaba Mao. Lo que no es fácil ni seguro ni indoloro es reconstruir, o hacer de nuevo, una formación política capaz de modular el ejercicio de su propio poder, dar seguridad a sus súbditos, relacionarse con eficacia y dignidad con el resto del mundo y propiciar el bienestar y garantizar los derechos fundamentales.

Lo sabemos y si lo olvidamos nos lo recuerdan los apuros y sufrimientos actuales de la Rusa post soviética, de la adolorida y deshecha Venezuela, nuestras propias memorias de los primeros 20 años del siglo pasado.

Después del bochorno al que nos sometieron el procurador suplente, el fiscal electoral ya ido y su coro de legisladores y dirigentes políticos, no queda sino admitir que el ejército de aprendices de brujo ha crecido y que sus tentaciones corrosivas han contaminado ya a muchos. Y no hay, a la vista, Rubicón que cruzar… Sólo nos quieren dejar la desolación y no se vale.

Reconstruir es transformar, no derruir.