LA REVOLUCIÓN RUSA LLEGA A MÉXICO


Diarios de la época

Paco Ignacio Taibo II

Al culminar el año 1917, los periódicos mexicanos informaron de manera harto confusa sobre los acontecimientos revolucionarios que se estaban produ­ciendo en Rusia. Según aquellos sorprendentes textos, Lenine, un espía alemán, se había adueñado del poder con la ayuda de un judío amigo suyo llamado Trotzky. Más tarde, Trotzky y Lenine se darían golpes de Estado uno al otro, caerían en manos de los blancos zaristas o de nuevo cuño (quienes varias veces reconquistaron Moscou) y serían asesinados en incontables ocasiones. Junto con esta popularización de los nombres de los dos dirigentes revolucionarios, se harían comunes los términos bolsheviki y soviet, con múltiples signifi­cados, afines todos ellos al extremo radicalismo, al izquierdismo desesperado, al aventurerismo sin límite, al nihilismo definitivo.

Poco atractiva podía resultarle a los desorganizados trabajadores me­xicanos, aquella revolución enormemente distante, que se narraba de una manera confusa, por una prensa en la que desconfiaban.

Fue la revista Luz, que dirigía Jacinto Huitrón, la que el 12 de di­ciembre de 1917 publicó un artículo titulado “El Pueblo Ruso”, en el que se hacía un retórico saludo a la emancipación de los siervos y los mujiks. La segunda mención apareció también en Luz dos meses más tarde, en una nota donde se afirmaba que Rusia era la avanzada del so­cialismo universal, “ahí fructifica la semilla de los divinos sembradores del anarquismo”. Allí se hablaba más de Bakunine, Kropotkine, Gorki y Tolstoi que de los mencionados Lenine y Trotzky.

El reconocimiento adquirió pronto la forma lírica tan al uso en la prensa anarquista de la época; el primero de marzo de 1918 el obrero jarocho Vicente de Paula Cano saludaba a la revolución con un poema: “¡Obreros mirad hacia el oriente/ Ved cómo el pasado se derrumba/ Oíd cómo suena lentamente/ la hora de redención omnipotente/ En que los muertos se alzan de la tumba!”

En enero de 1919, de una manera vaga, los sectores radicales del movi­miento obrero iban sumándose a una adhesión desinformada. En una encuesta periodística, Leonardo Hernández, un dirigente sindical, opinó que las “ideas bolsheviki pueden prosperar en México”, José Allen, de los Jóvenes So­cialistas Rojos, precisó: “ignoro la traducción de la palabra bolchevique, pero si tener hambre es ser bolchevique, nosotros lo somos. En cuanto al comunismo, no es otra cosa que la idea ya añeja, de que su implanta­ción será la salvación no sólo de los trabajadores, sino de la humanidad entera. Y aunque ustedes y yo no lo queramos, llegará a implantarse”. Los dirigentes de la amarilla CROM señalaron que eran simpatizantes de las revoluciones rusa y alemana, aunque “coincidieron en que los obreros mexicanos no están maduros para el bolshevismo”. Un emigrado socialista estadunidense, R. Gale, añadía: “el bolche­vismo no es antinacionalista, es un nacionalismo tan grande y profundo que se convierte en internacionalismo”.

Pero todo se quedó en declaraciones: ni la prensa obre­ra aumentó su información y el debate sobre la revolución rusa, ni interesó al Partido Socialista Mexicano. En cambio, Vicen­te Ferrer Aldana, un impresor que había militado con el zapatismo du­rante la revolución y unió sus amores por el pensamiento anarquis­ta con su fe zapatista y su adhesión ferviente a la joven revolución rusa, escribía: “El socialismo, en todas sus modalidades, ya de Estado, ya político, ya económico, ya anárquico, o ya bolsheviki, lleva siempre una finalidad: conseguir una equitativa distribución de la felicidad humana, entre to­dos los seres que habitan el planeta Tierra”.

Ferrer llegó incluso a intentar lanzar un periódico llamado “El bolchevique, el primer periódico sovietista en México”. Pero la empresa abortó al ser prohibido por el general Diéguez. Persistió y publicó El Azote, “periódico cauterizador de las llagas sociales”, donde se incluía en folletín la constitución rusa que algunos emigrados habían traducido y hecho una colecta para publi­carla. En los primeros meses de 1919 El pequeño Grande de la zona petrolera de Villa Cecilia, editado por los Hermanos Rojos, se sumó a la campaña de Ferrer con varios artículos: “Levántate y comba­te” (en donde se identificaba a bolcheviques y espartaquistas con anar­quistas), “Programa revolucionario en Rusia” (donde se aportaba una versión anarquista del supuesto programa de la revolución soviética) y “La obra que Lenin y Trotski llevan a efecto en Rusia, secundada por el proletariado indo-hispano” (donde se afirmaba que L. y T. eran los “constructores de la sociedad anarquista colectivista”).


Gorky, Bogdanov y Lenin

Pero la existencia de la revolución soviética en México le debió más a los agentes del gobierno de Estados Unidos que hacían llegar a México, por conducto de las agencias de prensa, denuncias absurdas. En enero del 19, Excélsior repetía una historia disparatada según la cual existían “soviets secretos en México”, en particular en Tampico. De ahí en adelante, con la ocasional colaboración de la prensa estadunidense, se inició una campaña en la que Excélsior llevaba la voz cantante, acompañado por El Pueblo, El Demócrata y El Universal.

En El Demócrata se daba a conocer la censura de correspondencia que se haría en la fronte­ra para evitar la difusión del bolchevismo y se inventaban extrañas historias como la que se publicó bajo el título “A vuelo de pájaro”, donde se decía: “Varios individuos de mala catadura han ido a establecerse a la veci­na localidad de San Ángel, donde se hacen pasar por bolsheviquis, ante el asombro general de los trabajadores de seis importantes fábricas (...) Las autoridades van a hacer conciertos y actos culturales con obreros para denunciarlos”.

Un día la policía informaba que había estado a punto de detener nada menos que al ruso Vladimir Zinoviev y al estadunidense James Schneider, agitadores bolshevikis en la zona textil de Río Blanco y Nogales, Veracruz, quienes habían desaparecido en las selvas de Tabasco y las sierras de Oaxaca llevando su maligna propaganda. Otro día, se informaba de la llegada a Veracruz del ataché ruso (¿a quién representa?) Vasilio Alexandrovich Durasov, quien fue detenido como bolchevique al de­sembarcar proveniente de La Habana. Aunque el diplomático blanco argumentó que él no tenía nada que ver con la revolución de octubre, fue deportado argumentando que no había relaciones con Rusia.

Los bolshevikis crecían detrás de los árboles, y si para los periódicos a veces tomaban la forma de misteriosos rusos, lo habitual es que se trata­ra de huelguistas desesperados ante la intransigencia patronal. Era hábito de El Universal colgarle el adjetivo a las luchas obreras de pro­vincia, bien fueran textiles de Puebla, o agraristas michoacanos; la única condición es que los conflictos se hallaran lejos de los centros de infor­mación, y los supuestos bolcheviques no pudieran desmentirlos.

Una de las joyas de la campaña probatoria de la existencia de una conjura bolsheviki en México fue la información sobre la detención en Monterrey de Dimitri Nikitín. A este ciudadano ruso no sólo se le acu­saba de ser agente bolchevique, sino también de haber conquistado a una viuda regiomontana y estar viviendo a sus costillas, lo cual fue abun­dante material de cargo para detenerlo en Tampico y aplicarle el ar­tículo 33.


John Reed

En vía de mientras y pian pianito, una información más sólida sobre la revolución rusa, comenzaba a circular entre los emigrados políticos estadunidenses y entre los anar­quistas y sindicalistas mexicanos. La edición de la Constitución Rusa llegó a venderse en una ventanilla de la cámara de diputados destinada a la atención al público y el periódico Liberator, órgano de la izquierda radical de Estados Unidos, se vendía en algunos puestos de prensa de la ciudad de México, Tampico y Monterrey, y de sus páginas se extrajeron crónicas de John Reed que fueron traducidas al español. Ya más avan­zado el año 1919, en la prensa obrera aparecieron artículos de Trotski, Zinoviev, Tchicherin, Lenin y Rosa Luxemburgo, junto con informaciones sobre los avances del ejército rojo empeñado en guerra civil contra los blancos. Y circuló ampliamente el panfleto 64 pregun­tas y respuestas sobre el bolcheviquismo, de Rhys Williams.

En la labor en los medios sindicales, el más eficaz seguía siendo Vicente Ferrer Aldana quien había convertido la difusión de la revolución rusa en cruzada personal. José Valadés cuenta: “Corrió al sindicato de panaderos y a la Federación de Sindicatos del DF, dando a conocer la buena nueva; sembró la ciudad de hojas en las que se leía: ´La revolución mexicana debe de transformarse en revolu­ción rusa y acabar con todos los parásitos´”.

Sin embargo, el fenómeno seguía siendo decididamente minoritario y marginal, mucho más sólido en los delirios de la prensa nacional que en la realidad del movimiento. Se seguía informando sobre “misteriosas reuniones de rojos en So­nora y Sinaloa” que hicieron llegar a la capital la constitución bolchevi­que, o se hablaba de la “lección de bolshevismo a golpes” que los obre­ros Pablo Ubaldo y Aniceto Alcántara propinaron al patrón gachupín establero Joaquín Bilbao.

Bolchevike se volvía Albert Diedel, alias Bishop, por el delito de por­tar un volante socialista y hablar cinco idiomas (tremendo pecado) con la agravante de que habiendo nacido en Alemania se hubiera naturalizado mexicano, y bolchevique se volvía un incidente militar provocado por un grupo de soldados ebrios que colgaron una bandera roja en el poblado de Algo­dones, Baja California.

Para finales de 1919 la palabra bolsheviki se había incorporado al lenguaje nacional. La página de espectácu­los de El Demócrata reseñaba el estreno de La garra bolsheviki (que obviamente no he podido ver), “la película de arte más emocionante” y en el diamante capitalino triunfa­ba “la novena soviet”, también conocida como Los bolsheviki, equipo de béisbol de los cronistas deportivos de los diarios. Algunas palabras habían quedado: Lenine, Trotzky, soviet, bolsheviki, asociadas a la idea de prácticas radicales contra el capital.

Muy lejos nos encontramos de la versión magnificada que algunos historiadores co­munistas han difundido sobre el impacto de la revolución de octubre en el movimiento obrero mexicano. En ensayos que sorprenden por su falta de información, abundan párrafos que expresaban el “inmenso impacto” de aquella revolución en México.

Luego llegarían a México los primeros enviados de la Internacional Comunista, un secretario del PC (Díaz Ramírez) se entrevistaría con Lenin y se abriría una embajada de la URSS en México. Pero esto es parte de otra historia.

(Esta nota surge de una reescritura de Memoria Roja, publicada con Rogelio Vizcaíno en 1984)