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¿La Fiesta en Paz?

Cataluña o la centenaria sordera de un centralismo sin imaginación

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La suntuosa Plaza Monumental de Barcelona, concesionada hace décadas por sus desaprensivos propietarios a promotores sin rigor de resultadosFoto Portal de Sol y Sombra
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uchos pensaban que los políticos ineptos y los funcionarios impresentables eran privativos de la sufrida Latinoamérica, pero con el reciente sainetazo entre la comunidad autónoma de Cataluña (32 mil kilómetros cuadrados, siete y medio millones de habitantes y 20 por ciento del producto interno bruto del país) y el gobierno español con sede en Madrid, la necedad mutua y el diálogo de sordos adquiere rango de globalizonzos.

La añeja insensibilidad de la oxidada corona española y luego sus leales gobiernos democráticos postfranquistas no data de hace algunas décadas, sino de siglos, casi cinco para ser precisos. En 1526 se dieron en la Ciudad de México los antecedentes de la actual corrida de toros y en 1529 fueron instituidas de manera oficial, cobrando auge desde el siglo XVI, cuando Juan Gutiérrez Altamirano, primo de Hernán Cortés, trajo reses bravas de Navarra a su Hacienda de Atenco, en el actual municipio de Tenango del Valle, estado de México, que a la fecha ostenta el honroso título de la ganadería de lidia más antigua del mundo y cuna del primer ídolo mexicano de los ruedos, Ponciano Díaz.

Pero en 300 años de férreo coloniaje en el continente inventado, como observó Edmundo O’Gorman, A América no la descubrieron, la encubrieron. Sus culturas, su organización social, sus criterios políticos, sus mitos, sus símbolos, sus religiones..., al decir de Germán Arciniegas, a sucesivos monarcas les dio exactamente lo mismo que su fiesta de toros arraigara o no en los vastos territorios conquistados, desaprovechando las inmensas posibilidades de una industria agropecuario-taurina, cultural e identitaria. Sobraban el oro y la plata, no la sensibilidad.

A partir del siglo XX, ya sin colonias que explotar, los taurinos peninsulares descubrieron la mina de oro que representaba ir en invierno a hacer la América, es decir, a torear a buen precio, con más comodidad que en España, alternantes modestos en general y ante públicos menos exigentes. De nuevo, la falta de empatía y de visión taurina de la antigua metrópoli impidió darle a la tauromaquia en los países americanos la importancia que sus posibilidades expresivas y de espectáculo demandaban, descuidando la crianza de reses de lidia y la capacitación de públicos y aspirantes a toreros que, convertidos en figuras competitivas, enorgullecieran al paisanaje. Prefirieron asociarse con la burguesía criolla de tres o cuatro países, sin valorar el potencial taurino de sus respectivos pueblos.

Con la Cataluña taurina se repitió la misma actitud de insensibilidad y soberbia, pues el éxito alcanzado por el empresario Pedro Balañá Espinós en la posguerra civil, tanto en la Plaza Monumental (20 mil localidades) como en el coso de Las Arenas (15 mil), ambas en Barcelona, fue mirado con recelo y envidia por el resto de los sectores, incluido Madrid.

Como suele ocurrir, a los sucesores de Balañá no les interesó conservar el brillo taurino alcanzado y desacreditaron lo acreditado, cediendo las plazas a concesionarios mediocres. Las Arenas, luego de 34 años ociosa, fue convertida en centro comercial, mientras las monumentales de Barcelona y Tarragona contemplaban impotentes, en 2010, la prohibición de las corridas lograda por separatistas disfrazados de animalistas. Transcurridos seis años, el Tribunal Constitucional anuló la ley catalana que prohibía las corridas de toros, pero el apoyo del centro a la fiesta en Cataluña fue demasiado tarde.