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Puntos sobre las íes

Recuerdos Empresarios (LXI)

P

udo ser, pero…

Don Fermín Espinosa Saucedo Armillita chico, quien, según mi muy personal punto de vista, reunía todo para ser un estupendo empresario, ya que hubiera podido lidiar con su sensacional maestría a todas las fuerzas vivas, no pudo soportar que tras bambalinas le señalaran los pasos a seguir, así que por un buen tiempo el puesto estuvo vacante, creyendo los allegados al licenciado Bailleres que ellos podrían regir los destinos de la plaza más grande del mundo, como lo hacían a través de sociedades con algunos cosos de provincia o bien con plazas adquiridas.

Y a buscarle, pues…

Manuel Labastida, hablaron ellos con el doctor Manuel Labastida, estupenda persona y reconocido ganadero, que gozaba de grades simpatías y consideraciones en el mundillo taurino y cuando se pensó –con sobrada razón– que daría los pasos necesarios para que el embudo de Insurgentes fuera nuevamente reconocido en nuestro país y en el extranjero, a poco, una por demás triste situación familiar, lo obligó a retornar al San Luis Potosí de sus amores.

Javier Garfias, en aquellos años un ganadero puntero de primera, era también potosino y cuyo suegro era socio o al menos importante accionista en algunas de las empresas del licenciado Bailleres, fue el siguiente en la lista, y desde sus primeros pasos hizo sentir su mano fuerte, implantando ciertas modalidades, como obligar a matadores de media tabla a firmarle contratos en blanco. Y en su haber o en su deshacer, acabó con el mercado taurino sudamericano que era, en lo taurino, totalmente nuestro.

El ganado mexicano, era por demás apreciado en Venezuela, Perú y Ecuador, y hasta hubo importantes aficionados sudamericanos que dieron pasos buscando formar auténticas ganaderías con sangre brava azteca, y valga escribir que hasta los jueces de plaza eran mexicanos, con el licenciado Juan Pellicer Cámara a la cabeza, en tanto que los taurinos españoles soñaban con hacerse de todo aquello y llegó a decirse que con esos fines hasta llegaron a entrevistarse con importantes políticos de aquellos lares.

Y todo lo acabó.

Muy por debajo del agua, a la chita callando, Javier Garfias, en su calidad de empresario de la plaza México y varias más de provincia, hizo llegar a varias dependencias gubernamentales sus infundadas quejas ya que, afirmaba, la salida de reses de lidia mexicanas al extranjero dejaba sin abasto suficiente al mercado nacional y que era necesario suspender la venta a Sudamérica.

Y le hicieron caso.

Las autoridades nunca solicitaron las opiniones de las asociaciones de ganaderos, matadores, subalternos y empresarios y así, triste y desgraciadamente, se perdió aquel maravilloso filón y para siempre.

¿Por qué lo hizo?

Por tantas razones como ustedes, queridos lectores, quieran imaginar.

Cuando se supo todo aquello ardió Troya y como de alguna manera había que taparle el ojo al macho, un buen día los hermanos Pedro y Pablo Suinaga Lanz Duret, abogados que eran del licenciado Bailleres, convocaron a la totalidad de la prensa taurina a sus oficinas, que estaban ubicadas en las calles de Río Tíber, si mal no recuerdo en el número 100, y ahí, sin mayores preámbulos, se anunció que el señor Javier Garfias de los Santos dejaba de ser el gerente de la plaza México y demás plazas de las firma, y que su lugar desde ese momento lo ocupaba Carlos González Alba, quien había vestido de luces y conocía a la perfección el mundillo taurino.

¡La que se formó!

Y de esa manera, se fue uno y llegó otro.

¿Quién era, hasta esos momentos, Carlos González?

Vistió de luces, no tuvo mayor fortuna y, obligado por mil y una carencias de la vida, se fue a Estados Unidos en procura de una vida mejor, y lo más que encontró fue trabajar con pala y pico, tendiendo vías de ferrocarril, con muy escasa paga, comiendo apenitas y durmiendo unas cuantas horas.

Como Gringolandia no se le dio, de a cómo pudo se regresó a México y anduvo de aquí para allá y de allá para acá y nunca supe, bien a bien, cómo fue que incursionó en las lides taurinas empresariales, al lado de don Leodegario Hernández, a quien debo referirme antes de seguir adelante.

(Continuará)

(AAB)