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Ver día anteriorLunes 28 de agosto de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Eclipse en las islas
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Vista del eclipse solar parcial en Ciudad de México, ocurrido el pasado 21 de agostoFoto Cristina Rodríguez
A

sí nos tocara en parcialidades (el total cruzó la dichosa franja Oregón-Carolina del Sur) bien que los chilangos estábamos dispuestos a prendernos con el eclipse de Sol y experimentarlo con las herramientas mentales y sensoriales a nuestra disposición. Para los astrologados reviste especial significado ver al Zodiaco en pleno día, si es total; se sabe de sectas y adictos que viajan por el mundo avistando eclipses. Una adicción muy de gringos, como otras, quienes este año no tuvieron que volar a Zipolite o Mauritania con equipos de acampar y observar. En torno a un clímax de pocos minutos se mueve una economía turística. Y científica: desde los egipcios, chinos, mayas y griegos, los eclipses ofrecen una magra, mas periódica, oportunidad de aprender del Sol, la Luna y las estrellas.

Argüenderos como somos los capitalinos, bastantes le pusimos atención al fenómeno en horas de trabajo, escuela y tráfico. Cada quién su Meca, como para miles de personas la mía sería Ciudad Universitaria. Ventajas: a lo vasto de sus pedregales y explanadas se suma una elevada concentración poblacional de científicos estelares, físicos, pedagogos y hasta chamanes demagogos; habría despliegue de telescopios, filtros y explicaciones accesibles.

A mí que me digan misa. Por cartesiano que me ponga no deja de parecerme un misterio esto de los eclipses. El de 1991, total, bien presente lo tengo yo. Cerca de Tlayacapan, con una poeta (Silvia Tomasa), un aprendiz wixaritari (apodado Muvieri), niños, amigos y hasta el perro. A sabiendas de que ahora sería parcial (en México todo resulta parcial estos días) me encaminé a CU. Sucedieron entonces tres o cuatro accidentes a umbral y medio de la dimensión desconocida. Para empezar mi carro, viejito, pero infalible, decidió descomponerse. Llegando a Copilco cascabeleó pero rodó hasta Filos y en la curva del Pumabús se paró. El plan era recorrer las islas como aquel sujeto de Joseph Conrad (Un vagabundo en las islas) viendo no el eclipse sino a quienes lo verían. Dado el capricho de mi vehículo no llegué más allá del picante archipiélago de Eros a orillas de Insurgentes, donde siempre hay sombras para que los cuerpos estudiantiles se alineen y eclipsen de dos en dos. Esa tardecita no fue excepción.

La luz agarró un gris muy raro pero a diferencia de los lugares señalados –la explanada de Universum, las islas propiamente dichas– en Eros nadie miraba al cielo sino al ombligo de enfrente, que no desprende la retina, sino que la prende. Según se supo, en esos momentos el Popocatépetl soltó una gigantesca bocanada de ceniza que ascendió miles de metros. Mientras, Internet se desquició causando pánico y deprivación sensorial colectiva, aunque la radio insistía en que la falla no obedecía al eclipse, sino a un tropiezo de Telmex o un switch que Trump reseteó por molestar. Nada muy científico, en cualquier caso. Todo lo vi tan pardo que yo sí pensé que había gato encerrado.

Entre los islotes de Eros y la negociación con el gruyero y unos comprensivos vigilantes universitarios, el eclipse transcurrió con insidia. Mujeres que recorrían Insurgentes de sur a norte y de norte a sur evitaban el evento solar guarecidas bajo su fleco las que lo tenían, o tras lentes oscuros, sin alzar la vista al gris cegador. Muchachos que portaban cachuchas o nada miraban sus zapatos o un poco más allá de sus narices. Aglomerado en la parada del Pumabús, por camellones y por jardines, el estudiantado tenía algo uniforme más allá de su alarmante juventud. Eran los colores de su vestimenta. La ausencia de colores. No que no los hubiera sino que no eran coloridos, tirando a gris, negro, ocre o sepia, morado obispo, si bien te iba, o el gris acero que tan bien le quedaba al leotardo de una chica con pleno derecho a subrayar sus muslos de tan bonitos que los tenía.

Arriba la Luna mordió al Sol: nuestra rebanada de fenómeno alcanzó la curva ascendente y cumplió el calendario elíptico dejando en la atmósfera una vaga embriaguez cósmica.

Me alejé del territorio eclipsado en vilo tras la grúa sintiéndome un idiota. El aparato de sonido funcionaba y quiso el azar que la reproducción recayera en Natacha Atlas cantando Soleil D’Egypte: Derrama en mi sangre un poco de tu calor, / tú que vives en mí como el aire que respiro. / Por lejos que camine/ permaneces cerca de mi corazón. / Mientras te pueda sentir dentro de mí/ como un pedazo de eternidad que me recorre las venas/ me recordarás quién fui antes de nacer, / sol de Egipto. El efecto fue consolador.