19 de agosto de 2017     Número 119

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Los sistemas alimentarios y su
compleja dimensión simbólica

Jorge A. González Investigador del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y del Sistema Nacional de Investigadores Nivel 3. [email protected]


FOTOS: Guillermo Bermúdez

Algo está pasando en la sociedad que genera el aumento del sobrepeso y la obesidad en todas las edades y regiones de México y del mundo. “Algo” que ocasiona un aumento inédito del registro de enfermedades crónico-degenerativas, como la hipertensión arterial y la diabetes en millones de personas cuya calidad de vida se reduce por la pérdida de extremidades, ceguera progresiva, fatiga crónica, disfunción eréctil y otras calamidades.

Estas dolencias a su vez gatillan el aumento en los costos de tratamientos paliativos, así como del cuidado y la atención de por vida que requieren esos pacientes. Asombra la cantidad de niños y niñas que ya las padecen o están a casi nada de padecerlas. Todo esto cuesta mucho dinero en medicamentos, en profesionales que atiendan, en infraestructura, remedios y alimentos recomendados que nunca hemos comido o hace mucho dejamos de consumir. Esas dolencias están ligadas a la ingesta descontrolada de sal, azúcar y grasa como componentes de los alimentos, especialmente los industrializados.

También ya es cotidiano un abanico de desórdenes alimentarios provocados por estados emocionales, como la bulimia y la anorexia nerviosa. Otros más se generan por nunca alcanzar la figura deseable del cuerpo (“fitness sí,lonjas no”). Más recientemente han aparecido problemas como la ortorexia (sólo alimentos “sanos”) y la organorexia (sólo alimentos “orgánicos”), ligados con la convicción absoluta sobre lo que “éticamente” se debe comer. Al mismo tiempo, las ganancias de los grandes consorcios de la industria mundial de los alimentos van en aumento.

Unos se los comen y beben, otros los producen y distribuyen; unos más se alarman por el aumento de enfermedades incosteables al erario; otros resisten y se refugian en lo natural; muchos no tienen más opciones (“es lo que hay”); algunos emiten leyes y reglamentos que no se cumplen… Y todos, todos los días y a todas horas vemos en distintos medios y diversas plataformas las imágenes y emociones que nos proponen junto a esos alimentos. Un amplio abanico de emociones y razones, empresas, políticos, educadores, médicos, familiares, campesinos, agricultores y empresarios conectados con lo que comemos, bebemos y sus consecuencias.

El síndrome metabólico se le llama a un grupo de “factores de riesgo” que aumentan la probabilidad de sufrir enfermedades del corazón, páncreas, cerebro y otros graves problemas. Cuando alguien presenta tres de estos cinco valores alterados (niveles de glucosa, colesterol-HDL y triglicéridos en la sangre, presión arterial alta y aumento de las medidas del vientre), se dice que padece este síndrome. Y de ahí de nuevo al problema. De todos esos padecimientos, el más visible es la diabetes.

La Organización Mundial de la Salud atribuye a las campañas de publicidad y mercadotecnia de la industria alimentaria tener el poder para “explotar las creencias irracionales, los deseos y las ilusiones”, que socavan las decisiones racionales y el autocontrol de los consumidores. Estamos perdidos. Eso más bien parece una claudicación de los organismos que cuidan la salud frente al uso de “conocimientos de vanguardia sobre motivación del comportamiento”, siempre a favor de las grandes corporaciones de la industria de los alimentos, y hasta ahora, los discursos sanitarizadores no han conseguido hacer disminuir el problema.

Frente a este escenario, las políticas públicas se han concentrado en armar un discurso con la mira en prevenir riesgos, como una opción de cálculo racional, como si los consumidores pudieran optar, así nomás, por no enfermarse, pero las desagradables imágenes de las cajetillas de cigarros (fumar mata) se vuelven “invisibles” a la hora de la compra y el consumo. Lo mismo sucede cuando después de anunciar un divertido pastelillo o un refresco, una voz juiciosamente recomienda: “acompáñalo con leche”, “come frutas y verduras”, “aliméntate sanamente”.

La ciencia tiene un desafío monumental, porque algunos alimentos se producen en el campo, pero los alimentos híper procesados son generados y distribuidos masivamente por grandes empresas cuyos fines son las ganancias, no lo que le suceda a quien se lo coma.

Diversas instancias gubernamentales tratan de ordenar y regular su oferta y demanda; las instituciones de salud recomiendan o desaconsejan su uso por los componentes que deben declarar al consumidor (en letras y palabras que pocos entienden), y la publicidad en las pantallas, desde los televisores, las salas de cine, en Facebook, Instagram, Twitter, etcétera, nos los muestra ricos, deseables, divertidos, cool, modernos, coloridos...

Por si fuera poco, tales “alimentos” nos salen al encuentro en todas las ciudades y carreteras donde están disponibles y al alcance de la mano en tiendas de “conveniencia”, en los expendedores dentro de estanquillos, escuelas, clubes, hospitales, y no sólo en entornos urbanos, sino en lo más profundo de las comunidades campesinas e indígenas: los niveles de adicción al azúcar, la sal y la grasa industrial son altísimos.

Tímidamente, en las escuelas se intenta regresar a los “aburridos” bebederos, el Congreso osa poner sobreprecio a los refrescos azucarados (México, primer consumidor mundial de refrescos) y ha iniciado la organización de colectivos de consumidores para orientar y de alguna forma resistir la corriente que nos ha llevado al cuadro de enfermedades tan temido y tan costoso, no sólo en dinero sino en autodeterminación. Hace falta considerar de forma mucho más seria y documentada las relaciones entre los distintos componentes que hemos mencionado y la dimensión simbólica de la alimentación. Para ello recurrimos a entenderlo como si fuera un sistema complejo.

Es complejo porque nos aparece como un comportamiento que tiene muchos componentes heterogéneos, que mantienen relaciones de interdependencia, que no se pueden aislar y se auto organizan de diversas maneras a lo largo de su historia y, en especial, porque todos los elementos atrás mencionados pueden ser abordados desde la producción simbólica que entrelaza la comida con las creencias, las imágenes, las memorias, los deseos y los símbolos de la vida.

Así, estamos apenas asomándonos a esas relaciones que se definen unas con otras para que podamos dar cuenta de los procesos simbólicos que se entretejen con los procesos productivos, educativos, culturales, de la salud pública y privada, de visibilización pública, políticos y ambientales, y con los procesos de resistencias, tensiones y sumisiones a todas estas formas de colonización del paladar y del imaginario. Ahí es donde se define qué es lo “sano”, lo “normal” y lo “nutritivo”, siempre ligado a nuestras identidades y formas de ser, de pensar y sentir en la sociedad.

Comer es algo más que ingerir alimentos. Nadie lo niega. Hacerlo nos mantiene la vida (biológica, mental, social y simbólica), pero también puede deteriorarla, minarla y, al fin, acabarla. Esa es la arena de lucha donde la ciencia y los científicos no podemos dejar de tomar partido.

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