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ra primavera. La mañana había amanecido de un azul tan luminoso que el agua del río y el mar, tan cercanos, olían a floración. Cuando abrió los ojos sintió moverse y casi ronronear a su pequeño. Su marido había salido en la madrugada a trajinar en la ría y en los humedales. Oyó los sordos bullicios de los marchantes que con esperanza colocaban los puestos del mercado. Casi se confundían con el trino y el canto de los mil y un pájaros que con ellos convivían. Era lunes. Sintió que en los 571 años que habían pasado desde la fundación del pueblo nadie había apreciado en su cuerpo tanta felicidad. Mientras terminaba de vestirse conversaba casi a una voz con su criatura y hacía sus cálculos de lo que tenía que comprar en el mercado frente a lo que podría esperar al lunes siguiente. Se apretó el paño de lana sobre sus hombros, abrazó a su hijo y abrió la puerta de su casa. La mañana iluminó su cara. Estaba en Gernika.

Esa mañana de mercado del lunes 26 de abril de 1937, pasado el mediodía, terminó en la oscuridad de los edificios caídos, de las casas destrozadas, las tejas de los techos yacían sobre las mesas de la cocina, mujeres con niños en sus brazos, destrozados sus cuerpos, quedaron tendidas en las calles. Los aviones de la Legión Cóndor y los de la Legión Italiana clausuraron la tarde de los poco más de 5 mil habitantes ametrallando las calles. El llanto los sumió en la noche. La guerra había entrado en los aposentos de sus casas, había violado la intimidad de sus hogares, había poseído en un grito su vida entera.

En el estudio de París que había alquilado para poder cumplir el encargo que el gobierno de la República española le había hecho un año antes para que pintara una obra que se exhibiría en el pabellón que su país presentaría en la Exposición Universal de ese 1937 en la capital francesa, Pablo Picasso se enteró de la masacre de Gernika en la primera página del diario L’Humanité dos días después. Enseguida se aprestó a participar en la marcha de protesta que se organizó. Muchos dicen que en ella decidió que por fin había encontrado el tema para cumplir con su encargo. De lo que nos enteramos después, al inaugurar el 12 de julio de 1937 el pabellón español que tenía como sus principales artífices a José Gaos, José Bergamín y Max Aub (quienes tanto tuvieron que ver con México después), entre algunos otros, fue que febril, a partir del primero de mayo, día tras día, noche tras noche, Pablo Picasso había destilado en una obra todos sus temas y había entregado al mundo uno de los iconos más trascendentes del horror en que la humanidad había convertido el siglo XX y nos había legado, en ofrenda, un espejo: el Guernica.

Pablo Picasso, hombre de su tiempo, entendió que en la herencia del pensamiento de Europa había que enfrentar lo que en 1919 Stefan Zweig había llamado la tragedia de la falta de memoria.

Hace unos días Iñaki González Casasnovas, generoso como siempre en la amistad, nos había hecho regresar sobre nuestros pasos para que no nos perdiéramos Piedad y terror en Picasso: el camino del Guernica, exposición con la que el Museo Nacional de Arte Reina Sofía nos invita a conmemorar los 80 años de la creación de la obra y 25 de tenerla en exhibición bajo su custodia. Gracias a la más que inteligente curaduría, coordinada por Manuel Borja-Villel y Rosario Peiró, siendo los comisarios TJ Clark y Anne M. Wagner, allí entendimos por fin lo que Pablo Picasso le dijo a André Malraux en 1937: que el Guernica le había dado no un motivo, sino un tema. Un universal humano que debía expresarse simbólicamente mediante un emblema o signo consagrado. Así, dice Malraux, Picasso “llamaba temas (y lo cito) al nacimiento, el embarazo, el sufrimiento, la pareja, la muerte, la rebelión, tal vez el beso…” Los trazos que en el Guernica se despliegan no son nuevos en su obra, los venía trabajando desde hacía por lo menos dos décadas. Pero aquí evocan por vez primera el enfrentamiento explosivo de la vida y la muerte. Con sus trazos febriles de mayo y junio de 1937, Picasso había dejado de ser un pintor del siglo XIX para hacer nacer y revolucionar la plástica del siglo XX. Las bombas, el sufrimiento, los animales, las mujeres, madres sin duda, habían explotado al mostrar el horror de la muerte bajo el techo del hogar, la violencia ciega en los ámbitos de la intimidad de nuestros días.

El Guernica se pintó en París en la misma casa en la que Honoré de Balzac había situado, un siglo antes, la acción de su novela La obra maestra desconocida. Allí Pablo Picasso concibió una de las obras maestras de la humanidad más conocidas. Al mostrar el océano de dolor de la mujer que, después de despertarse feliz bajo el calor del techo de su hogar, llora eternamente al ver rotos los cuerpos de sus hijos, como si sus lágrimas pudieran arrastrar lejos, muy lejos, la sangre y las vidas partidas, quebrantadas. Pero en medio del espanto una luz se mantiene encendida. Ése es el icono, consagrado, que Pablo Picasso también nos regala para la eternidad en el ofertorio eterno que es su arte. Celebremos por siempre.

Twitter: @cesar_moheno