Opinión
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Las cifras de la democracia
E

l cuadro político se oscureció y las sumas y restas de los enterados tienen que cederle un poco de lugar al álgebra. Los espacios que ocupaban la derecha y la izquierda, supuestamente articuladas por la búsqueda de un también supuesto centro político, se desvanecen como referencias diferenciadoras, en tanto que las ideologías madre, desprendidas en su mayoría del liberalismo decimonónico, no sólo no encuentran un lugar en el mapa actual de las preferencias doctrinarias o programáticas, sino que se sienten impelidas a ofrecer a sus galerías todo un cambio de piel sin, al mismo tiempo, precisar las que serían sus nuevas coordenadas para la acción, en el gobierno o la oposición. Tal es el triste caso de las convocatorias a las coaliciones, inundadas de falsas ilusiones y peores consideraciones estratégicas.

El escenario presucesorio se mueve sin derrotero claro pero las formaciones políticas no se arredran y arriesgan hipótesis a cual más extravagantes y trepidantes sobre el rumbo del país. Poco nos dicen, sin embargo, sobre el que, según sus cálculos, habrían de seguir la política y la democracia.

Sin claridad en los planteamientos generales, ideas y programas, sus propios movimientos caóticos revelan enormes huecos en su discurso y mirada de futuro, los que deberían conformar la savia del intercambio democrático más elemental. Sin ésta, la política es un espectáculo silente, bajo el cual se desenredan las peores contiendas por el poder.

No hay democracia sin partidos, aunque estos puedan vivir y sobrevivir sin cumplir los códigos y formalismos destinados a ordenar el despliegue el pluralismo. Mucho pueden avanzar los partidos reales que ambicionan el poder o buscan conservarlo, sin tener que cumplir con la normatividad que regula la competencia y la propia existencia de los partidos. Pero lo que no puede subsistir mucho tiempo es un sistema plural sin partidos ni discurso.

Hoy tenemos que convenir en que dentro de cada uno de los partidos registrados conviven varios; no sólo como lo hacen las lamentables tribus del PRD, o por la diversidad de puntos de vista sobre lo que sea, sino por las formas específicas cómo dichas corrientes se han constituido a lo largo de estos años. Lo que se nos ofrece es un caleidoscopio interminable donde coexisten intereses y estamentos corporativos de toda laya.

En el PRI estas vidas paralelas se vuelven cada vez más, a medida que se acerca la hora de la sucesión; pero lo mismo puede decirse que ocurre en el PAN y el PRD. La irrupción de Morena como formación grande y dinámica obliga a ver la pluralidad política presente de otra forma, aunque las peculiaridades de su origen impidan, por el momento, el despliegue de su inevitable diversidad interna, dada la unanimidad en torno a su líder y candidato.

Con todo, lo que manda es la diferencia y la persistente pulsión a diferenciarse, dentro de los partidos y en el abultado sistema que supuestamente los contiene. La aparición de las apuestas independientes, por esto, no debía sorprender a nadie y menos aún causar alarma por la inestabilidad que la profusión de interpelaciones va a traer consigo.

Si quieren durar, los independientes tendrán que aterrizar en formas más o menos orgánicas para ocupar y mantener un lugar en el espacio político nacional. Se les reconozca o no, tendrán que ser entendidos y vistos como partidos, en ciernes o de hecho. Todo lo demás es demagogia y oportunismo dizque antisistema, con nada que ofrecer a los ciudadanos y los contingentes de partidarios que surjan en el camino.

El gran reto que encara nuestra democracia está dentro del sistema político y no fuera de él. No son los bárbaros a las puertas de palacio la amenaza o el peligro para México. Son los propios moradores del castillo quienes, con sus estridentes riñas y veleidades, su mezquina miopía, ponen en cuestión el precario orden político erigido en estos años de transición, acomodo y reacomodo democráticos.

De aquí la urgencia de que los partidos constituidos asuman la difícil circunstancia que vivimos y se apresten a inventar nuevos pactos para transitar la sucesión y construir un orden democrático propiamente dicho. Y de ser posible, ¡ Sin más reformas electorales al gusto!

Lo anterior tiene que contemplar explícitamente una efectiva reforma del poder y del Estado; la que no se hizo en aras de la tristemente célebre transición votada con la que ni sus principales promotores, los panistas, han podido. De aquí su patético reclamo de protección federal frente a los gobernadores que buscó satisfacerse con la confusa y corrosiva reforma de 2014.

El truncamiento de la trayectoria de democratización con reforma estatal que se veía como necesaria y deseable a fines del siglo pasado, nos ha costado mucho y va a costarnos más si el cuerpo político se empeña en poner siempre por delante, sin fecha de término, esta tarea esencial de la política y la democracia. El vituperio, el linchamiento o la demolición de las pocas instituciones con que contamos para lidiar con la diversidad y el pluralismo un tanto silvestre, o pedestre, como el actual, no nos van a ayudar. Más bien, nos van a alejar todavía más de esa trayectoria perdida.

Igual que como nos ha ocurrido con el desempeño económico y el desarrollo: a medida que los gobernantes y las élites del dinero se obstinan en mantener un rumbo ficticio de estabilidad a cualquier costo que no lleva a ningún lado, más perderemos tiempo y recursos que podríamos usar para empezar a construir un nuevo curso de desarrollo. No ha sido ésta, sin embargo, una cuestión que les haya quitado el sueño a los grupos que pretenden gobernarnos.

Mientras la desigualdad social se enfeuda y domina las mentalidades, el distanciamiento de la política y los políticos respecto de las bases ciudadanas se cristaliza y apodera de los reflejos de las élites de todos colores y sabores. Se perfila así un panorama de trincheras para mantener el estado de cosas, lo que, entonces sí, llevará a dibujar el ominoso escenario de los reprimidos por la globalización que pronto se vuelven enemigos de la democracia.

No parece haber un Trump o una Le Pen en nuestros horizontes. Lo que sí se implanta con celeridad en la opinión pública, es la gana de echar por la borda lo poco logrado en la política abierta y plural y arrojar al niño con el agua sucia de la bañera en el flanco de la economía y la sociedad. De concretarse estas funestas citas, entonces sí que tendremos de qué ocuparnos. Pero en las peores condiciones imaginables.