15 de julio de 2017     Número 118

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

La punta del iceberg

El maltrato que en México padecen los jornaleros agrícolas es la punta del iceberg de la ignominia rural, la expresión concentrada de la opresión, explotación y discriminación que sufren en nuestro país todos los campesinos.

Siendo en general expoliados, hay dentro del sector de los asalariados agrícolas diferencias de grado en lo tocante al saqueo al que se los somete.

Así, por ejemplo, los que viven y trabajan en San Quintín, Baja California –de quienes hablamos en este suplemento hace dos años, con motivo de sus movilizaciones–, se encuentran sin duda en condiciones muy vergonzosas. Pero el que estén empleados en un solo lugar buena parte del año y la mayoría resida permanentemente ahí les da la posibilidad de tener viviendas fijas, algunos servicios, oportunidad de convivir e incluso condiciones para la organización y la resistencia, como se vio en el estallido de 2015 y en los esfuerzos por agruparse sindicalmente que con posterioridad han emprendido.

En cambio, los millones de jornaleros golondrinas que por su cuenta y riesgo en temporada de cosecha van de campo en campo, que residen en galerones inhóspitos carentes de servicios y que por su condición itinerante difícilmente se pueden organizar, son la enorme mayoría y viven condiciones peores que los que tienen empleo y residencia más estables. Y es por ello que, salvo paros locos y algunos intentos de sindicalización poco exitosos, no han encontrado formas de lucha eficaces, y aunque algunos portan credenciales de centrales oficialistas, carecen de organización gremial digna de tal nombre.

Pero si además de peones agrícolas, son indígenas, les va aún peor, pues enfrentan discriminación étnica en los lugares de empleo, sobre todo por parte de los capataces y patrones, pero en ocasiones también por otros jornaleros de origen mestizo. Además de que, ubicándose la mayor parte de los campos agrícolas en el noroeste y norte del país y estando en el sur y sureste los territorios de la mayoría de los pueblos originarios, el simple traslado desde las zonas de origen hacia las zonas de empleo es para ellos una dificultad mayor, a la que se agregan el radical cambio de las costumbres y eventualmente el problema de hablar su propia lengua y manejar poco o mal el español.

Ser mujer y tener que jornalear para vivir es una doble penalidad. Pese a su proverbial habilidad y resistencia en ciertos trabajos que se pagan a destajo, las mujeres están en desventaja respecto de los varones. Si tienen hijos pequeños, son ellas las encargadas de atenderlos y reproducen en los campos agrícolas la doble jornada a la que están sometidas en su hogar. A lo que se agrega la promiscuidad que se padece en las galeras y el acoso sexual.

Hacerse viejo en la pisca mercenaria es una maldición, una desgracia progresiva y mortal. Para empezar, con la edad y las malpasadas el cuerpo ya no responde igual y nos enfermamos más. Pero en los campos te pagan por lo que rindes, de modo que los años se expresan en el jornal. Así los jornaleros viejos ven con espanto llegar el tiempo en que ya no podrán trabajar pues enfrentan la vejez sin seguridad social, lejos de sus pueblos natales y por lo general sin una familia que los cobije.

Tampoco a los muy jóvenes les va mejor. Posiblemente es una buena medida prohibir el trabajo infantil, siempre y cuando las familias que viajan con niños tuvieran lugares con guarderías y escuelas donde dejarlos. Pero el problema más grave lo tienen los adolescentes menores de edad, acostumbrados como todos en el campo a laborar desde muy jóvenes, que encuentran en el trabajo agrícola la posibilidad de sufragar sus gastos y en ocasiones de sostener sus estudios de enseñanza media. Jovencitos a quienes no se contrata por estar fuera de la ley o que tienen que pagar por documentos falsos con tal de conseguir empleo. ¿Tienen opciones? Sí… y todos las conocemos.

Las condiciones en que laboran los asalariados del campo son ignominiosas y más si son itinerantes, indígenas, mujeres, viejos o muy jóvenes. Pero dije antes que esa no es más que la punta del iceberg, pues en la desolada condición de los peones rurales se cruzan todos los males del agro y se pone en evidencia la desventajosa posición en la que se encuentran todos quienes viven y trabajan ahí. Todos sin excepción.

A diferencia de una gran parte del proletariado urbano que viene de familia obrera, tiene empleo permanente y vive exclusivamente de su salario, el trabajo asalariado rural sigue vinculado en mayor o menor medida con las labores por cuenta propia que se practican en la economía doméstica.

Entre el peonaje agrícola y el campesinado hay una densa red de flujos e interdependencias que no sólo tienen que ver con el pasado (la enorme mayoría de los peones del campo son o fueron campesinos y, si no, lo fueron sus padres o abuelos); también tienen que ver con el presente, pues casi siempre los peones a tiempo parcial que sólo se emplean por temporada, tienen o rentan parcela y complementan su raquítico jornal con la producción por cuenta propia, generalmente –aunque no siempre– de autoconsumo.

Pero lo que en la perspectiva del jornaleo parece un complemento autoconsuntivo, desde la perspectiva campesina se ve al revés: el jornaleo de uno o varios miembros de la familia es una ayuda para mantener la producción doméstica. Sea lo uno o sea lo otro, el hecho es que la sobrevivencia y reproducción del conjunto de los trabajadores del campo marcha sobre dos piernas: las labores asalariadas y las labores por cuenta propia.

Los jornaleros son también campesinos, lo eran antes o lo fueron sus ancestros, mientras que en las familias de los pequeños campesinos hay siempre alguno o algunos que también trabajan a jornal. Y esto que para las familias rurales modestas es una estrategia de sobrevivencia, para los empresarios agrícolas es un mecanismo de explotación.

Todos sabemos que en el campo el trabajo se paga muy mal. Y esto es posible por dos razones. Por una parte, la oferta laboral es por lo general abundante y los oferentes no tienen opciones, de modo que aceptan el empleo que hay. Por otra parte, el ínfimo jornal del que ninguna familia podría vivir todo el año se complementa con los bienes de autoconsumo y otros ingresos que genera la economía campesina.

El trabajador del campo labora para el patrón cuando jornalea, pero también labora para el patrón cuando cultiva su parcela, pues es gracias a ese trabajo no asalariado que el empresario agrícola lo puede emplear sólo por temporadas –cuando lo necesita– y puede pagarle tan mal.

No faltará un empleador que diga que los salarios del campo son tan, pero tan altos que los jornaleros ahorran y regresan a su casa con dinero. En realidad el flujo de riqueza es al revés: todas las temporadas de cosecha llegan los cortadores a los campos del patrón no porque vivieron de sus presuntos ahorros, sino porque los sustentó su economía doméstica. Empleando una vieja fórmula diré que tanto el trabajo asalariado rural como el trabajo campesino por cuenta propia rinden plusvalía, plusvalía que en los dos casos va a parar a la bolsa del capital y en este caso del empleador.

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Un bien común

Como la tierra, el agua, el aire… la buena prensa no es una mercancía sino un bien común; un artículo de primera necesidad que, si bien por requerimientos económicos tiene un costo, un precio y un necesario equilibrio financiero, no puede someterse a la lógica del mercado.

Es por eso que la insoslayable y legítima negociación entre empleados y empleadores que en días pasados se escenificó en La Jornada, se dio en el marco de un interés superior al de las partes: el interés de periodistas y lectores en el registro puntual y el análisis crítico de la realidad nacional e internacional.

Y fue en este marco que el diferendo se resolvió. No sólo con justicia sino en consideración al interés mayor que los jornaleros compartimos. Digamos pues como dicen los campesinos de su tierra y su patrimonio:

¡La Jornada no se vende, se ama y se defiende

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