Opinión
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No Sólo de Pan...

De cuidar a la gallina de los huevos de oro

H

ubo una vez alguien que era dueño de una gallina famosa porque ponía diario un huevo de oro, un día ese alguien se enteró de que los ovarios del animal almacenaban docenas de huevos chicos y grandes, entonces se le ocurrió abrirla de una vez para venderlos, pero descubrió que, por dentro, la gallina era como todas las demás… Esta fábula, conocida por casi todo mundo, nos enseñó desde niños a no confundir la productividad con las reservas para la producción. Matar a la gallina de los huevos de oro es, en definitiva, privarla de sus reservas para producirlos. Entiéndalo quien pueda.

Pero, para vincular la fábula también con un tema que ha sido recurrente en estas líneas: el del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) como el destructor del campo mexicano, o sea, de los campesinos y sus familias que dejaron de cultivar maíz y frijol por su inferioridad competitiva ante las importaciones de los alimentos básicos, además porque a raíz del tratado se degradaron las tierras y aguas con la imposición de monocultivos y fertilizantes químicos a fin de competir con las importaciones agrícolas de Estados Unidos, pero, sobre todo, a causa de la expansión imparable de infraestructuras urbanísticas y de la industria extractiva que han expulsado poblaciones campesinas de sus propiedades ancestrales, se puede decir que el TLCAN está cumpliendo con la destrucción de las reservas productivas soberanas de nuestro México: su población y recursos naturales.

La consecuencia de este proceso de casi 40 años es la miseria total o parcial de más de la mitad de los habitantes de nuestro país, nacionales, migrantes del sur y expulsados del norte. Pero la miseria es, para nuestros gobernantes, un concepto abstracto acompañado de números o un tema retórico de campaña electoral o, cuando lo abstracto de la pobreza se hace visible e incluso palpable y cada vez más próxima e inevitable, si bien algunos se sienten incómodos, otros irritados y los más, atemorizados, ninguno o pocos de ellos cambiaría su posición privilegiada o la arriesgaría optando por un futuro político que ayudara a remediar esta ignominiosa realidad.

La prueba está en la iniciativa jalada de los vellos del diablo, de acusar y hacer multar a un sacerdote, comprometido con quienes más necesitan tener voceros y defensores, por sedicentes actos anticipados de campaña (recontra sic, como diría el admirado columnista Alfredo Jalife), ¿cuántos millones seremos los multados por gritar a voz en cuello que queremos un cambio de gobernantes?

Queremos unos que aprovechen la coyuntura Trump-TLCAN para restablecer la soberanía alimentaria, educativa, territorial y política de México, unos que devuelvan el orgullo de ser mexicano a cada nacional de cualquier edad. Gobernantes que en vez de negociar el apartado agrario de dicho tratado a través de empresarios, consulten y lleven a la mesa de discusión a quienes fueron más afectados: los productores directos. Que tengan el valor del Ejército Mexicano en 1862 y 63 o en 1914, en vez de arrodillarse y lagrimear frente a sus socios extranjeros para defender un neoliberalismo que nos tiene putrefactos, pobres, violentos y desesperados.

Queremos gobernantes que conozcan el significado negativo y positivo de palabras como corrupción, fraudes, injusticias, equidad, derechos, legalidad… y siga el lector la lista en dos columnas de antónimos, según sea su experiencia de lo que hoy por hoy es y lo que él quisiera que sea nuestro país.

Cada día trae su mal y sus alegrías, decía mi padre sabiamente. Pero él apenas alcanzó a ver cómo la balanza se empezaba a inclinar, en 2011, del lado del mal, tal vez fue mejor para él que deseaba rebasar los 100 años para presenciar la realización del país, cuya historia conoció a fondo y por el que vivió. Mejor así, porque el mal absoluto se ha asentado en las noticias al grado de que el verdadero peligro está en que éstas apaguen las conciencias y la voluntad suficiente para sobrevivir.