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El escritor cubano lo incluyó en El son entero, libro del que se cumple el 70 aniversario

Nicolás Guillén inmortalizó en un poema a Turiguanó, otrora territorio insular

En su momento Hemingway perpetuó el encanto de ese pequeño paraje rodeado de agua

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Hoy se puede viajar por los 207 kilómetros cuadrados –23 de largo y nueve de ancho– de Turiguanó por una carretera construida (en imagen tomada de Internet) a principios de los años 60 del siglo pasado, la cual enlaza con las restantes islas del archipiélago Jardines del Rey, uno de los grandes polos turísticos de Cuba
 
Periódico La Jornada
Lunes 3 de julio de 2017, p. 9

La Habana.

Nicolás Guillén incluyó en El son entero, publicado en Argentina en 1947, su poema Turiguanó, un territorio antes insular y hoy fundido en la isla mayor, en tránsito promisorio.

Si bien no puede precisarse su estancia en aquellos parajes, en algún momento debió visitar el territorio situado al norte de Morón, perteneciente hasta 1977 a la provincia de Camagüey, cuna del poeta, y luego a la de Ciego de Ávila.

Es muy significativo, además, que no muchos pequeños y aislados sitios del mundo pueden exhibir que dos grandes autores lo hayan perpetuado en sus obras, como lo hicieron Nicolás Guillén y Ernest Hemingway con Turiguanó.

Ambos pusieron en obras suyas, por encima de la belleza singular de este paraje, el dolor del escenario o las peculiaridades de la aventura.

Los 200 kilómetros cuadrados de flora, fauna y paisaje de la otrora isla, ahora sin la condición insular, se han trocado en las últimas décadas, sin dejar de ser ¡Ay, Turiguanó soñando,/ clavada frente a Morón.

Con antecedentes amistosos en el Madrid revolucionario de 1937, el poeta cubano y el narrador estadunidense reflejaron el encanto de esta porción de tierra, rodeada por el agua de las lagunas de La Leche y La Redonda, el mar, los canalizos, los pantanos y el abandono.

Precariedad y aislamiento

Cuentan sus más antiguos moradores que la vida en ella era de absoluta precariedad y aislamiento, debido a lo cual se lamentaban de que sólo podían trasladarse a Morón en pequeñas embarcaciones controladas –y pago mediante– por el propietario de una hacienda ganadera.

Desde su mansión en un promontorio isleño, tal vez el estadunidense míster Barker observara los rosados flamingos, a lo lejos, en los canalizos, lagunas y esteros que bordean, entrecruzan o limitan la costa norte de Turiguanó.

Se cuenta que muchos de sus habitantes murieron o sufrieron graves enfermedades curables, debido a la imposibilidad de arribar al poblado próximo por no disponer de los medios para atravesar la laguna de la Leche hasta El Embarcadero y llegar luego a la ciudad de Morón.

Mas, hoy se puede viajar por sus 207 kilómetros cuadrados –23 de largo y nueve de ancho– a través de una carretera construida a principios de los años 60 del siglo pasado, la cual enlaza con las restantes islas del archipiélago Jardines del Rey, uno de los grandes polos turísticos del país.

Dispone de accesos marítimos y aéreos, estos últimos desde el aeropuerto internacional Máximo Gómez, en las proximidades de Ciro Redondo, en Ciego de Ávila; y desde el también internacional de Cayo Coco.

Junto con cayo Guillermo, aquel islote se convierte en una ventana al mundo, en un sitio que tal vez fue tan misérrimo, otrora, como la Ciénaga de Zapata en Matanzas.

Tal era el escenario al cual Nicolás Guillén, en su libro El son entero, le dedicó hace 70 años su poema en el que clama: Isla de Turiguanó,/ te quiero comprar entera/ y sepultarte en mi voz./ ¡Oh luz de estrella marina,/ isla de Turiguanó!/ –¡Si, señor,/ cómo no!/

Isla de Turiguanó,/ sin piratas quiero verte,/ largo a largo bajo el sol,/ suelta en tu coral redondo,/ isla de Turiguanó./ –¡Si, señor,/ cómo no!

Hojas de plátano lento,/ isla de Turiguanó,/ despiertas cuando tú duermas/ quiero en tu fiel abanico,/ isla de Turiguanó./ –¡Si, señor,/ cómo no!

¡Vámonos al Mar Caribe,/ isla de Turiguanó,/ en un velero velero/ sobre las aguas en vela,/ isla de Turiguanó!/ –¡Si, señor,/ cómo no!

¡Ay, Turiguanó soñando,/ clavada frente a Morón:/ cielo roto, viento blando,/ ay, Turiguanó llorando,/ ay, Turiguanó!

Quizá no parezca necesario extenderse en consideraciones acerca de la intensidad de versos que aluden, con sencillez magistral, a comprarla entera para sepultarla en su voz y rescatarla de quienes la poseían. Para verla sin piratas, decía; suelta en su coral redondo, en un velero, sobre las aguas en vela, alusiones inspiradas en incorporarle la libertad y rematado todo con los ay y el Turiguanó llorando del final redondo.

Esto precisamente es lo que justifica la síntesis que se ha hecho de una isla cuyo paisaje hoy, en los atardeceres o en las mañanas soleadas, acoge al visitante con algo siempre inédito, que se renueva por tramo.

A partir de la vía de entrada se refresca el visitante con la espesura umbría y el agua que la entrecruza, mientras la animan el canto, el croar, el silbido y múltiples onomatopeyas de una fauna casi siempre invisible.

La forma en que Hemingway asumía esta isla, por su parte, la explicó Enrique Cirules en El iceberg de Ernest Hemingway en la cayería de romano, que resume el apretado final de la novela póstuma Islas en el Golfo:

“Hemingway conocía a la perfección este canalizo (de Baliza Vieja). Tuvo que haberlo navegado con el Pilar en alguna ocasión. Lo recorrió muchas veces con el bote auxiliar, cada vez que se dirigía hacia el poblado costero de Punta Alegre o a la isla de Turiguanó, lugares que tanto conocía.”

Sobre el pasaje de Islas en el Golfo, el autor de Conversación con el último norteamericano cuenta: “Se generaliza el combate a orillas del Canalizo de Baliza Vieja y como es demasiado el poder de fuego del yate de Thomas Hudson, todos los alemanes resultan muertos.

Pero Thomas Hudson, el Hemingway pintor, ha sido gravemente herido desde un primer instante y, cuando ya todo está por concluir, experimenta la cercana presencia de la muerte.

Así refleja Hemingway al protagonista yacente: (…) “Thomas Hudson (…) miró el lago que se formaba en el paraje interior. Unas pequeñas olas blancas se rizaban en él. Olas pequeñas de una excelente brisa marinera y más allá de ellas podía ver las sierras azules de Turiguanó”.

No parece dudable que este escenario le pareció al autor, con enorme dominio de la costa norte cubana, el sitio adecuado para dejar a su alter ego literario en trance de muerte.

Parece su preferencia personal, como ocurre con Robert Jordan en Por quién doblan las campanas, en la España republicana, más allá de la estructura literaria. El contexto también importaba, esta vez en el mar Caribe, donde se puede navegar hoy en un velero sobre las aguas, soñando y sin llorar.