Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Cero en matemáticas

Q

ue no pasen otros dieciocho años para que volvamos a vernos, dice Ricardo mientras abraza a su hermano. Después de tres semanas de visita en la ciudad, Silvio regresa en el vuelo de las ll:21 a Los Ángeles, donde trabaja como electricista. Había aprendido el oficio de niño, cuando salió reprobado y su padre lo mandó como aprendiz al taller junto al asilo: Si no te gusta la escuela, te me pones a trabajar. Silvio no imaginó entonces que del entrenamiento impuesto como castigo dependería su estabilidad económica en Los Ángeles.

¿Me oíste, cabrón? Que no pasen otros dieciocho años... Silvio no responde: corre hacia la fila de viajeros que se desaparecen tras la puerta de abordaje. Antes de trascenderla, agita el brazo en señal de despedida. Ricardo imita el movimiento y sonríe. Durante unos minutos permanece inmóvil, con la esperanza de que su hermano reaparezca y le prometa que volverá a visitarlo antes de que transcurran otros dieciocho años. Piensa que l999 es una fecha tan lejana como el 2035.

II

Ricardo ve su reloj: 8:25. Lo asusta pensar en las horas que le quedan al domingo. Comprueba que el boleto del estacionamiento esté en su cartera y, sin prisa, se dirige hacia los elevadores. Le parece que fue ayer, y no hace tres semanas, cuando acudió al aeropuerto para recibir a su hermano Silvio. Añora el momento en que le dio un prolongado abrazo de bienvenida y el entusiasmo con que después, camino al estacionamiento, se detenían a cada paso para reconocerse, contarse novedades, aludir a los viejos amigos, hacer planes.

Varias veces recordaron conmovidos la época en que sus padres (muertos años atrás en un accidente) adoptaron la costumbre de llevarlos al aeropuerto para que vieran el paso de los aviones. Los que despegaban los hacían soñar con viajes futuros. Nada más Silvio los realizó.

Ricardo se pregunta cuánto tiempo tendrá que pasar antes de que pueda reunirse otra vez con su hermano. La incertidumbre lo remite a la sensación de abandono que padeció durante aquellas ocho semanas en que por primera vez Silvio –sometido a la voluntad paterna– dejó de ser su compañero de juegos, su guía. Hace mucho tiempo de eso y, sin embargo, vuelve a sentirse tan castigado como su hermano y lleno de rencor hacia su padre.

Lo horrorizan sus pensamientos. Para desterrarlos procura interesarse en los viajeros que pasan arrastrando maletas, las parejas que se despiden, el hombre que dormita en una silla de ruedas, las muchachas con yins desgarrados y labios negros.

Por simple ocio se detiene frente a una camisería. A través del cristal ve a una empleada que limpia el mostrador. Le parece confiable. Con el pretexto de preguntarle el precio de una chamarra podría entablar con ella una conversación y decirle que está allí porque fue a despedir a Silvio, su único hermano, al que dejó de ver durante l8 años: 216 meses, murmura.

Siempre ha sido bueno para las matemáticas. Silvio no. De allí que hubiera reprobado aquel año que determinó su futuro. Ricardo se plantea una incógnita: ¿qué habría ocurrido si él, y no su hermano, hubiera fallado en primero de secundaria? Opta por la respuesta más fácil: en estos momentos estaría en una sala del aeropuerto, en espera de abordar el avión de las ll:21 a Los Ángeles, ansioso por ver a Maggie: en la foto, una morena frondosa con el cabello teñido de rubio.

Se le ocurre pensar que cuando Silvio se encuentre con su mujer le contará que no localizó a ninguno de sus viejos amigos, que la ciudad está toda picoteada y su colonia irreconocible. No existen su escuela, ni el dispensario, ni la carpintería de Chepe, ni el asilo, ni el taller donde se hizo electricista, ni el hospital donde nació. Tal vez Silvio aproveche el momento para contarle a Maggie (¿otra vez?) que cuando era niño a su madre le gustaba decirle que él había nacido tres semanas después de los nueve meses reglamentarios. A esa demora atribuía que Silvio hubiera salido tan malo para hacer cuentas.

III

Ricardo desiste de entrar en la camisería, pero qué tal tomarse un desayuno. En su casa no tiene nada, excepto los taquitos al pastor que Silvio dejó en el plato y ya estarán incomibles. Camina unos metros y elige un restaurante con cinco pantallas de televisión encendidas y decorado con sarapes y flores de papel.

La única mesa disponible es para dos personas. Apenas toma asiento, un hombre de cabello muy corto, con la mirada baja (¿ex presidiario?) le ofrece café y la carta. Ricardo la lee de arriba a abajo pero nada despierta su apetito. Es demasiado temprano para milanesa, tampiqueña o chilorio. Opta por molletes y jugo.

Al recibir el servicio mira el reloj sobre la caja registradora: 8:45. Imagina a su hermano en la sala, ya muy fastidiado, bostezando y sonriendo al recordar momentos de su estancia. Ricardo se alegra de haber hecho todo lo posible para que a Silvio le resultara grata a pesar de la ausencia de los amigos, de que la ciudad esté destruida y de que en su colonia ya no existan su escuela, ni el dispensario, ni la carpintería de Chepe, ni el asilo, ni el taller donde aprendió el oficio de electricista y empezó a fraguarse su destino de emigrante.