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No Sólo de Pan...

De ser humano

N

o basta ser para ser humano. No todos los que son o están entre el nacimiento y la muerte son necesariamente humanos, a menos que por esto último se entienda únicamente tener manos dúctiles, caminar erguido, poseer una laringe y cuerdas vocales capaces de emitir palabras, en fin, los rasgos que en principio diferencian al homo sapiens de sus ancestros biológicos.

Porque lo humano que hay en nosotros es mucho más: es algo que se construyó a partir de la reunión de individuos de los dos géneros que formaron comunidad en busca de alimentos, a la par que inventaban el lenguaje, transformando los primeros para hacerlos digeribles y atractivos para los sentidos, es decir, cocinándolos, miles de años antes de domesticar el fuego.

Sí, el ser humano se construyó a sí mismo viviendo en sociedad, no sólo para supervivir en un medio natural más o menos favorable, sino para reproducirse como especie, y para esto último inventó la división del trabajo según las capacidades de cada quien y la distribución de su producto según las necesidades de los individuos. Así, las mujeres, por su constitución menos fuerte y su papel procreador, debieron quedarse en los asentamientos y sus alrededores, donde descubrieron los alimentos vegetales, frutos, raíces, hojas, pero sobre todo semillas, que muy poco después aprendieron a reproducir inventando cultivos itinerantes cientos de miles de años antes de la aparición de la agricultura formal. También ellas descubrieron la pequeña fauna comestible, desde insectos hasta peces, pasando por batracios, roedores y aves, e inventaron el cocinar a través de la manipulación de lo comestible para hacerlo saludable y atractivo. Por su parte, los hombres concibieron y fabricaron armas de piedra cada vez más afiladas y eficaces con las que cazaban grandes mamíferos tras perseguirlos tal vez durante días.

Como sea, lo decisivo fue el reparto solidario del alimento entre el conjunto de la comunidad, tomando en cuenta no sólo a quienes participaban en conseguirlo, sino a quienes aseguraban la reproducción del grupo, como fueron los ancianos, poseedores del saber ancestral, es decir, de la cultura que crea lo humano del ser, y los niños que aseguraban la existencia de las generaciones futuras. Si no hubiera sido así, la humanidad no habría existido.

Hoy, en cambio, vemos cómo existe un sistema que no parte de la división del trabajo según las capacidades de cada quien, sino según los grados de poder económico, el que a su vez supedita el poder político que reduce a las personas a objetos manipulables, dándoles o quitándoles el alimento básico y todos los otros satisfactores que la modernidad exige para sobrevivir en ella.

Pasamos nuestra existencia en medios naturales más o menos devastados por tecnologías que nadie, salvo el dinero, pidió. Y en medios sociales peligrosos de salve quien pueda su propia vida y las de los suyos, que tampoco quisimos, pero nos impuso la competencia de todos contra todos por el dinero. Nacemos, crecemos, estudiamos en las aulas o en las calles, trabajamos o no y envejecemos con miedo, ya no de la muerte, sino de lo que puede ser una vida sin dinero, sin poder, de transas a cambio de solidaridad, sin el afecto de los padres o de los hermanos o de los hijos y en competencia con los amigos… por el dinero.

Lo humano del ser se aleja cada vez más, en distinta medida para unos u otros, mientras aceptamos doblegarnos a los designios de los que nos gobiernan obedeciendo, a su vez, las inhumanas leyes de acumulación del dinero: el que se alimenta de la miseria y la muerte de la mayoría para dejarse estar mansamente en pocas manos, el insaciable que se nutre de las armas normales o espeluznantes capaces de acabar con nuestro planeta, el que propicia, para acrecentarse, el tráfico de personas, de sus vicios o sus órganos, pero sobre todo, el que se justifica, arrancando su humanidad a quienes todavía la tienen, convirtiéndolos en money dreamers.