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Vox Libris
Historias de comal y tortillas
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Periódico La Jornada
Domingo 5 de marzo de 2017, p. a16

Hace unos domingos (el 12 de febrero) hablábamos de la literatura como un universo múltiple, diversos países de Maravilla. En esa multiplicidad nada es más emocionante que regresar al género que nos transporta a los cuentos narrados alrededor de una fogata y a media voz para no despertar a los espíritus que deambulan por ahí.

Mi abuela, doña Luz, era una cocinera maravillosa aunque imposible que repitiera algún platillo porque siempre le salían diferentes, siempre más sabrosos. Así como era una cocinera genial en un pueblo michoacano, era una narradora increíble.

El truco era no pedirle que nos contara algo porque nunca quería, ella solita en el momento menos esperado comenzaba a contar sus historias.

Recuerdo perfectamente una vez en la que estábamos en la cocina de humo (donde estaba el comal) y ella echaba tortillas. Mi abuelo y yo las pescábamos todavía infladas y las comíamos con sal.

De pronto ella entró en lo que me ha dado por llamar trance y comenzó a contarnos historias de monedas enterradas que desaparecían cuando se hacía presente la avaricia entre quienes estaban desenterrándolas, serpientes a las que, si les aventabas un rebozo y lograbas cubrirles la cabeza, se transformaban en hileras de monedas, o aquellas de cuando el diablo caminó entre nosotros.

Cuando narraba yo me quedaba callada, casi sin respirar, no fuera que saliera del trance y entonces me quedara picada. Creo que al final de cuentas sigo buscando su voz en los libros que leo, sobre todo en las historias de miedo que de repente llegan a mis manos.

Al que regreso una y otra vez es a Edgar Allan Poe. Mis favoritos: La caída de la casa Usher y El gato negro.

Afortunadamente sus cuentos completos se encuentran en diferentes editoriales. La que aquí presentamos salió hace varios años, pero aún es posible encontrarla en librerías: Cuentos completos: edición comentada, publicada por Páginas de Espuma. La traducción es de Julio Cortázar, los prólogos fueron escritos por Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa y cada uno de esos relatos fue comentado por escritores como Santiago Roncagliolo, Ignacio Padilla, Ana García Bergua, Álvaro Enrigue, Flavia Company y Andrés Newman. La edición fue preparada por Fernando Iwasaki y Jorge Volpi.

Capacidad para asustar

Ahora, si lo que se quiere es aprender a contar historias de miedo en esas noches oscuras, bueno digamos una de esas noches en las que se va la luz, puede echarle una leída a Historias de miedo para contar en la oscuridad, una selección de Alvin Schwartz con ilustraciones de Brett Helquist, en edición de Océano en su serie Gran Travesía. Escribe Schwartz:

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Los primeros colonos norteamericanos solían entretenerse contando historias de miedo. Se reunían al anochecer en alguna cabaña, o alrededor de un fuego, y competían para demostrar quién era capaz de asustar más. Algunas chicas y chicos hacen lo mismo hoy día.

La gracia del libro es que son historias para ser contadas a otros. Dice dónde hacer énfasis, dónde hacer una pausa, dónde pegar el grito para que los demás se asusten, y en las páginas finales explica de dónde proviene cada uno de los cuentos que, aunque dice que son estadunidenses, han sido contados de este lado de la frontera (y supongo que más al sur) con diferentes personajes aunque con la misma anécdota.

La casa prohibida

Otro que es una novedad editorial es Entre noches y fantasmas, de Francisco Tario, con ilustraciones de Isidro R. Esquivel, publicado por el Fondo de Cultura Económica en su colección A la orilla del viento. En uno de los cuentos se lee: “La casa estaba cerrada, desde hacía años se hallaba muy bien cerrada, y tenía un sello a la puerta.

Este sello daba a entender a los paseantes que a ninguno de ellos le era permitido habitar la casa, que era una casa prohibida, maldita acaso, cerrada a cualquier suerte de alegrías. Que era, en suma, la propia casa de la muerte.

Los personajes pueden ser un perro flaco cuyo amo está muriendo, un traje gris, una polka que no deja de sonar en la cabeza de una mujer, una pata de palo que no fue enterrada con su dueño que demanda a todas horas desde la sepultura que le sea devuelta o un niño con una cabeza enorme que contaba sus sueños a su madre en un balcón.

No era una madre común y corriente, sino diferente de las demás, y sentía en su alma a su hijo también de un modo distinto. Es difícil explicarlo. Aquel niño le traía a la memoria los cuentos que oía de pequeña. No es que recordara en sí los cuentos, ni siquiera a qué se referían, ni quién o en qué lugar se los habían contado; mas simplemente con sentarse a su lado le parecía que volvía a escucharlos, transportándose, en compañía de él, a un país hermoso y triste como sólo existe en las páginas de los libros.

Entonces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros no seguimos buscando en las páginas de los libros el sonido de esa abuela que contaba historias mientras hacía una maravilla de tortillas y su nieta y su esposo las comían con sal recién salidas del comal?

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