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La Constitución ha muerto
E

l artículo 27 constitucional, el más importante de todos según los constituyentes, recogió la principal demanda de la Revolución: la reivindicación agraria. Estableció un nuevo sistema de propiedad de la tierra y asumió como responsabilidad del Estado la reforma agraria. Además, reivindicó para la nación la propiedad original de la tierra, las aguas y el subsuelo, y como una atribución del Estado la transferencia de su dominio a los particulares, constituyendo la propiedad privada, reservándose la facultad de expropiarla por causa de utilidad pública. El texto constitucional aceptaba como legítimo el reparto agrario, restituyendo la tierra a las comunidades rurales que hubieran sido despojadas de ella y otorgándola a quienes no la tuvieran. Por lo que respecta a los recursos del subsuelo, establecía la propiedad de la nación sobre ellos y encomendaba al Estado su preservación, lo facultaba a concesionarlos y a utilizarlos para impulsar el desarrollo nacional. El artículo 27 ponía así en manos del Estado y, sobre todo, del presidente de la República, el formidable poder de decidir cómo, cuándo, a quiénes y en qué proporción debía repartirse la tierra y de definir las modalidades para la explotación del subsuelo.

A diferencia de las propuestas revolucionarias del zapatismo y el villismo, que buscaban una revolución agraria inmediata y desde abajo, instrumentada y defendida por las comunidades armadas, la que surgió del Congreso Constituyente fue una reforma desde el Estado, llevada a cabo gradualmente por la vía institucional, y como una concesión desde el gobierno hacia las comunidades campesinas, que tenían que solicitar la restitución o dotación de tierras y esperar el proceso establecido por las leyes. A pesar de esto, la aplicación de los postulados de este artículo durante el sexenio de Cárdenas, en materia agraria y petrolera, permitió la radical transformación de la vida nacional y fue la base del desarrollo sostenido entre 1935 y 1970 (y, a pesar de las desfavorables circunstancias externas y de las erróneas decisiones en política económica, hasta 1982).

Pues bien: del pacto social agrario emanado de la Revolución y de la propiedad de la nación sobre las riquezas del subsuelo nada queda. Lo primero fue devastado por la reforma salinista de 1992, que suprimió el carácter inalienable, inembargable e imprescriptible de la tierra campesina y legalizó el neolatifundismo (que ya existía de facto). Aunque se mantuvieron sobre el papel el ejido y la comunidad, se abrieron cauces para su venta legítima impulsada por la pobreza, y para el despojo a manos de caciques y neolatifundistas (hacendados, científicos y caciques, decía el Plan de Ayala). Además, esa reforma permitió la privatización de las tierras, bosques y aguas de uso común.

También en materia de propiedad de riquezas del subsuelo las reformas neoliberales vinieron a legalizar lo que ya ocurría de facto. La reforma energética se retrasó cuatro sexenios, pero finalmente llegó de la mano del Pacto por México, sí, ese que con la complicidad del PAN y el PRD permitió al PRI de Peña Nieto aprobar 11 reformas con 58 modificaciones a la Constitución, 81 cambios a leyes secundarias y la creación de tres nuevos elefantes blancos en poco más de dos años y medio.

Para el gran capital, la joya de esa corona era la llamada reforma energética, que buscaba eliminar la definición de los energéticos como área estratégica y establecer contratos de utilidad compartida con empresas nacionales o extranjeras, para la extracción de petróleo y generación de energía eléctrica (según nota de la Cámara de Diputados, 14 de agosto de 2013). La reforma pretende despojar al Estado del dominio exclusivo sobre los recursos petroleros y su transformación industrial, entregándolos a la iniciativa privada nacional y extranjera. Recursos que son (o eran), según la Constitución, de dominio directo, inalienable e imprescriptible, de la nación. La reforma también pretende abandonar áreas y funciones estratégicas de la economía nacional que son exclusivas del Estado, además de otorgar a intereses extranjeros la facultad de intervenir en decisiones que sólo deben corresponder a los mexicanos.

No pretendemos que la Constitución debió permanecer estática. Las leyes son una parte de la vida de los pueblos que deben adaptarse a las nuevas realidades. Pero sí concluimos dos cosas: era una farsa (y una farsa fallida, pues ninguna relevancia le dio el gobierno federal) pretender celebrar 100 años de una Carta Magna cuyo espíritu ha ido tan abiertamente traicionado; y las transformaciones que se le han hecho –siempre de espaldas al pueblo y mintiéndole– han resultado en una catástrofe social y humana, a cambio de nada (http://www.jornada.unam.mx/2013/ 11/05/opinion/017a2pol).

(Con datos de Carlos San Juan Victoria y José Luis Calva.)

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