Opinión
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Universidad y la era de Trump
A

las comunidades y burocracias universitarias este periodo nos obliga a redefinir nuestro papel, y a profundidad. Lo primero es tener en cuenta que precisamente por ser parte constitutiva de los centros de conocimiento por excelencia, a los universitarios nos corresponde generar e impulsar corrientes vigorosas de pensamiento que favorezcan una comprensión a fondo de lo que está ocurriendo. Ir más allá del nivel de algunos medios de reducir todo a un personaje malvado. Al personalizar en exceso ocultan el panorama real de una poderosa crisis del capitalismo que lo obliga, casi, a recurrir a planteamientos nacionalistas de corte cada vez más fascistas. La xenofobia, la revitalización del patriarcado, la expansión del trabajo precario, la persecución a los periodistas, los maestros y las políticas agresivas contra universidades, así como el belicismo militar han sido los acompañantes y los soportes de salidas con enormes consecuencias en sufrimiento. Sólo la Segunda Guerra Mundial –generada por el proyecto nacional-fascista europeo– costó cerca de 50 millones de muertes, sobre todo de jóvenes soldados, pero también de mujeres, niños y ancianos civiles. En la ola de violencia desatada, se llegó incluso al bombardeo atómico de poblaciones civiles. Puedo estar equivocado o incompleto en esta postura, pero precisamente de eso se trata, de discutir frente a la nación, y qué mejor lugar que hacerlo en y desde las universidades. Académicos, profesores, investigadores y estudiantes tienen hoy una responsabilidad enorme frente al país. Su silencio puede volverlos cómplices de una incomprensión generalizada sobre qué está pasando, y, con eso, comenzar a pensar cuáles son las salidas nuestras, las que podemos obligar a asumir a quienes mandan en el país.

Lo segundo es que a las burocracias universitarias nos toca, como dice el primer precepto médico, non nocere, no perjudicar al enfermo más de lo que ya está. Más que intervenir nocivamente nos toca abrir espacios, difundir la controversia, abrir las puertas y ventanas de la universidad a la discusión y las propuestas, dejar que sea espacio de reconocimiento, de organización y de acción entre los propios universitarios. Reforzar las vinculaciones culturales y de intervención en las comunidades, barrios, pueblos, colonias, unidades habitacionales. Cuando los universitarios se reconocen como agraviados por una situación y reconocen su capacidad de respuesta, en el pasado nunca han dudado en salir masivamente a las calles. Solos o acompañando a otras luchas. Por eso está destinado a fracasar cualquier llamado que no reconozca hoy la crisis de liderazgo nacional y plantee algo claro al respecto, que no tenga en cuenta que somos un país profundamente dividido, y que en los enclaves y cúpulas donde hoy se deciden las estrategias para responder a la salida a la crisis que proponen los Trump y, también, se deciden las candidaturas, no sólo no caben, sino que ni siquiera se perciben las que son hoy las grandes tragedias del pueblo mexicano. Desde Chiapas con los indígenas zapatistas, hasta Chihuahua con los rarámuris asesinados y despojados de sus tierras; desde Tlaltelolco hasta Ayotzinapa; desde las elecciones ganadas, pero nunca reconocidas; desde el desdén por las universidades que quieren ser distintas, hasta las grandes masas de rechazados de la educación superior. Hay un pequeño grupo que hoy decide los destinos de la nación por encima de millones, desde los partidos, pero también desde los medios, y las universidades no deberían estar de ese lado, ni contribuir a que se fortalezca y mantenga esa enorme frontera interna que hasta ahora ha impedido que se muestren y cobren fuerza las luchas mexicanas de siglos. Y esto vale para los universitarios, pero también para los maestros y estudiantes de todos los niveles. Esto puede revitalizar la nación. En México lo vimos en la Revolución, donde el combate a la intervención extranjera pudo darse precisamente porque era un país movilizado. Si no fuera por eso, Lázaro Cárdenas no habría podido expropiar nada menos que el petróleo, ni crear todo un sistema educativo de alcance nacional y popular. ¿Qué liderazgo pueden hoy tener quienes están en contra de la educación y del petróleo como patrimonio nacional?

Lo tercero, finalmente, a la universidad y a la escuela les corresponde como nunca antes no sólo ser un lugar para aprender, sino para que las y los estudiantes y maestros puedan ser también los propios protagonistas de su educación y conductores de su vida comunitaria. Y eso significa una toma de decisiones abierta, representativa puede ser, en los consejos universitarios o de plantel, con la participación primordial y decisiva sobre todo de estudiantes y maestros, los dos grandes protagonistas del proceso educativo. Lo que tanto le falta al país de democracia y participación no puede estar también ausente en la educación. Porque significa perpetuar lo que ahora vivimos. Por otro lado, desde la universidad se pueden tejer alianzas latinoamericanas e incluso en el vecino país. Porque ésta tiene la credibilidad que no tienen ya ni partidos ni gobernantes.

En varias ocasiones millones salimos a defender nuestro voto, y además cientos de miles de estudiantes defendieron la gratuidad. Apenas, hace poco, salieron a la calle 20 mil para defender al México abstracto.

*Rector de la UACM