21 de enero de 2017     Número 112

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
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Suplemento Informativo de La Jornada

Colombia

La historia agraria de Colombia: entre
el dolor, el asombro y la esperanza

Tomás León Sicard Agrólogo, Dr. Profesor titular Universidad Nacional de Colombia-Instituto de Estudios Ambientales (IDEA)   [email protected]

Colombia, al igual que muchos países de América Latina, ocupa un privilegiado territorio que asombra a primera vista por su exuberancia y riqueza. Con una extensión de 114 millones de hectáreas, incrustada en el norte de Suramérica y bañada por dos océanos de distintas naturalezas, presenta todos los climas: desde las nieves perpetuas vinculadas a las altas cimas de la cordillera de los Andes, hasta los desiertos de la península de la Guajira, territorio de la etnia wayu –que hoy ve morir a sus niños de hambre– pasando por las regiones más lluviosas del mundo en la costa occidental del denominado Andén Chocoano, en donde existen lugares donde pueden caer al año 14 mil milímetros de precipitación pluvial, algo así como ver llover todos los días al estilo de las figuras macondianas de Gabriel García Márquez.

Este es además un país con todos los tipos de suelos reconocidos hoy por las distintas taxonomías científicas: desde aquellos extremadamente fértiles de la sabana de Bogotá, reconocida por sus extensas zonas cubiertas de invernaderos de plástico para el cultivo de flores de exportación, pasando por los negros suelos del Valle del río Cauca, que alberga una de las más tecnificadas áreas del mundo en la producción de caña de azúcar, hasta los prodigiosos suelos de cenizas volcánicas que constituyen la base fértil del paisaje cultural cafetero (más de un millón de hectáreas suavemente colinadas en donde se produce el aroma del mejor café del mundo).

Al oriente de la cordillera andina, Colombia también posee casi 25 millones de hectáreas planas, en una extensa llanura semejante al cerrado brasilero, con tierras de suelos rojos y ácidos que antaño fueron usadas en inmensas ganaderías extensivas y que hoy son objeto de disputa por distintos tipos de intereses, que intentan acapararlas.

Ahí mismo, en el sur, el inmenso tapete verde de las tierras amazónicas, cubiertas por una espesa selva húmeda tropical y que abarca buena parte de la nación (unas 38 millones de hectáreas), espera en silencio las distintas arremetidas de la civilización occidental que en distintas oleadas de violencia le han arrancado el caucho, la quina, las maderas preciosas, las pieles de animales y las plantas de coca, y que hoy le arrancan el oro, matando en silencio, en plazos desconocidos y por fuera de las estadísticas oficiales, a sus habitantes originales.

Pero Colombia también es uno de los países de la llamada mega biodiversidad y ocupa uno de los más altos puestos en especies de aves, peces, mamíferos y reptiles del mundo, a la vez que posee una extraordinaria riqueza hídrica que la hizo merecedora de estar, al finalizar el siglo, entre los cuatro países de mayores caudales de agua del planeta. Los Andes colombianos, esa extensa trama de montañas altas que cruza el país de sur a norte cabalgando en tres imponentes sistemas cordilleranos, recoge toda esa biodiversidad y esos potenciales hídricos y origina una extensa red de fincas campesinas, trepadas en pendientes abruptas, insertas en valles brumosos o bordeando páramos fríos, inmensamente ricos en cripto-vegetaciones, que producen cerca de 64 por ciento de los alimentos consumidos por los colombianos.

Y este trasfondo de riquezas naturales, que asombran al visitante por su belleza y diversidad, es el que sirvió y aún sirve de escenario para una desgarradora y tremenda guerra, que ha llevado a los habitantes de esta privilegiada región del mundo a matarse en aras de dudosas recompensas, en un proceso iniciado, quién lo creyera, en un acuerdo de voluntades de personas que jamás pisaron suelo americano y que sólo tenían noticias vagas de un mundo exótico, lejano, ubicado quizás en las Indias occidentales.

Remontémonos pues un poco al pasado. Mayo de 1493. Los forcejeos de españoles y portugueses por apropiarse del recién descubierto mundo occidental prontamente se resuelven en el Tratado de Tordesillas, ratificado por el papa Alejandro VI en su bula inter caetera (entre nosotros), que le concedió el dominio eminente de tierras, bosques, aguas y “…de todo lo que se descobriere o ha de é que todo lo que hasta aquí se ha fallado é descobierto, é de aquí adelante se hallare, é descobriere…al dicho señor rey de Portugal é á sus subcesores, para siempre jamas, é que todo lo otro, asy islas, como tierra firme, halladas y por hallar, descubiertas y por descobrir, que son ó fueren halladas por los dichos señores rey é reyna de Castilla, é de Aragón é por sus navios desde la dicha raya…pertenezca á los dichos señores rey é reyna de Castilla, de León, etc., é á sus subcesores para siempre jamas...”.

Para siempre jamás. Así termina este texto que está en la base de todos los males de América y de Colombia y que debiera ser una referencia obligatoria en todas las escuelas y universidades del país. Pero que casi nadie conoce. Se expropia la tierra de la gente americana y se le entrega a extranjeros, para siempre jamás, en virtud solamente de la fuerza y de la violencia, amparados por una norma simbólica y ajena, herencia de sangre que recibimos los nacidos en esta parte del mundo y que hasta ahora nos persigue.

Porque el conflicto colombiano que hoy está en la puerta de ser mitigado, tiene raíces agrarias, raíces en la tierra, raíces en el Tratado de Tordesillas. El genocidio español y la apropiación violenta de tierras por encomiendas, mercedes reales y donaciones directas de la corona española, nunca sanaron, nunca se enmendaron, nunca se perdonaron. Ni siquiera con la etapa de la independencia que, a decir de los estudiosos del tema, fue solamente un cambio de dueño. La reforma agraria, tan esperada desde el siglo XX, nunca se realizó.

Colombia pudo, tal vez como lo hizo México, distribuir la tierra de manera equitativa, restituyéndola a los herederos de los habitantes originales, hoy campesinos de ruana y machete. Pero la élite terrateniente lo impidió muchas veces. El Pacto de Chicoral, documento firmado el 9 de enero de 1972 por políticos y terratenientes, otro proceso simbólico finalizado en leyes de la nación, echó por la borda los esfuerzos de quienes veían en ese entonces la posibilidad de modernizar el campo y realizar una reforma agraria para construir una patria en paz en la que cupiésemos todos.

No se pudo antes y no se pudo tampoco ahora. A pesar de la reciente firma de los nuevos Acuerdos de Paz de La Habana, el acceso democrático a la tierra y a los recursos que posibilitan su uso adecuado (educación, salud, tecnologías apropiadas, infraestructura de servicios, honestidad del comercio, participación política) todavía queda como una esperanza aplazada para el pueblo campesino colombiano, como un anhelo y un suspiro, como un saber que sí se puede, que no es difícil…que al final, nadie puede poseer nada para siempre y que la máxima cantidad de tierra que requiere un ser humano para su bienestar es, a lo sumo, dos metros cuadrados o un metro cúbico.

Todo lo demás a la vez es ganancia y vanidad.

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