21 de enero de 2017     Número 112

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Bolivia

El arraigo de la comunidad del siglo XXI

No hay mayor bien que la tierra y el territorio, ni mayor reto que la autogestión,
en un mundo de  negocios y Estados que niegan la comunidad

Oscar Bazoberry Chali Docente de Ciencias del Desarrollo (Cides) de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) y Coordinador del Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica (IPDRS) [email protected]


Distintas etapas de la construcción de la primera autonomía indígena en Bolivia, Charagua Iyambae, Pueblo Guaraní. El 8 de enero del 2017 dan posesión a las primeras autoridades elegidas bajo sus propias normas, en sustitución del alcalde y Consejo Municipal que cesan en sus funciones desde ese momento
FOTOS: CIPCA y Oscar Bazoberry

La acumulación social, económica y política del movimiento campesino e indígena de Bolivia, desde la irrupción de la democracia universal en 1952 y la posterior reforma agraria de 1953, ha llegado a su punto más alto con la movilización y construcción del texto constitucional elaborado entre 2006 y 2008 y aprobado en referéndum nacional el 2009.

Entre los puntos sobresalientes para el movimiento indígena originario campesino, se encuentra la inclusión constitucional del Territorio Indígena Originario Campesino, que avanza sobre la antigua noción de Tierra Comunitaria de Origen; se mantiene la propiedad comunitaria y se establece que los sujetos colectivos son los únicos elegibles para la distribución de tierras del Estado, si es que existieren o fueran revertidas las privadas a su dominio, y se establecen límites al tamaño de la propiedad privada empresarial. Para los pueblos indígenas se incluye el derecho a conformar sus gobiernos autónomos territoriales. Hay un capítulo especial sobre el desarrollo rural, el reconocimiento a la necesidad de fortalecer la economía familiar y comunitaria y un explícito reconocimiento a las relaciones desiguales entre regiones y entre los espacios urbanizados y los rurales.

No es posible comprender la Bolivia actual sin mirar con detenimiento la fuerza de las propias comunidades, para muchos gobernantes, académicos y población en general, una fantasía que ha llegado al exceso constitucional, y por tanto a la sobrevaluación de los derechos del indígena que se mantiene en el campo, o aquel que retorna, y de muchos otros que se reconocen campesinos más allá de su adscripción indígena.

Hoy la información disponible, a pesar del debate sobre si las categorías utilizadas expresan la realidad actual, da cuenta que existe una dimensión comunitaria dinámica. Nunca antes en la historia de este suelo y su gente, en los contextos institucionales del Estado moderno, existió tan amplia propiedad de territorios en manos de campesinos e indígenas, menos aún gozaron del grado de reconocimiento constitucional y de competencias de gobierno.

Según información disponible y reciente, salvando las diferencias entre tipos de propiedad (pequeña, comunitaria, territorio), así como la dimensión étnica y económico-productiva, los campesinos indígenas originarios disponen en propiedad titulada 48 por ciento de las tierras que son objeto de derecho propietario (51 millones de hectáreas), lo cual incluye nuevas comunidades surgidas por movilidad territorial en los 60 años recientes, proceso que aún se encuentra en curso; ocho por ciento de las tierras se encuentra en manos de empresarios y medianos propietarios; 17 por ciento son parques, áreas protegidas y otras tierras no disponibles o para proyectos administrados o concesionados por el Estado. Y 28 por ciento de las tierras aún están en proceso administrativo de verificación o se encuentran en conflicto (Instituto Nacional de Reforma Agraria, INRA, 2015).

El censo agropecuario del año 2013 (Instituto Nacional de Estadística de Bolivia, INE, 2015) da cuenta que en Bolivia existen 18 mil 589 comunidades, una cifra mayor que la registrada en los años 80’s, dada la conformación de nuevas organizaciones y comunidades. Pero el dato más interesante, tomando en cuenta que una comunidad no solamente es un sistema de autoridades o una forma de administración de la tierra y el territorio, es que de las 871 mil 927 Unidades de Producción Agropecuaria del país, 502 mil 281 informaron que practican habitualmente sistemas de trabajo comunitario, colectivo y familiar; de ellas, 294 mil 831 mantienen formas de reciprocidad en trabajo.

Dada la brevedad de la reflexión, voy a abrir el debate con la pregunta que nos hacemos muchos de los que trabajamos desde la academia y el activismo: con todo este contexto a favor –eso sí, que ocurrió repetidas veces en el pasado, en distintos contextos y características–, ¿por qué los campesinos indígenas no despliegan todo su potencial económico, ecológico y cultural? ¿Qué es lo que falta para coronar este camino recorrido en 70 años con un nuevo aporte sustancial a Bolivia y Latinoamérica? ¿Cómo, aun con la situación actual, existen oídos en el gobierno para la autorización de nuevos cultivos con semillas transgénicas? ¿Y el gobierno se concede, otorga al Estado, tareas de producción agropecuaria agroindustrial como en la época de las dictaduras?

Dejo de lado la ceñuda convicción de que solamente los intereses individuales mueven al mundo, y por tanto la comunidad es un factor de retraso, ya que no es sujeto de capital, tecnología y mercado; o que la configuración capitalista mundial, o que los procesos de acumulación de capital, vía Estado, requieren de un momento de despliegue tecnológico y financiero convencional.

Y afirmo: el arraigo de la comunidad en el siglo XXI y el despliegue de todo su potencial y acumulación histórica requieren de un nuevo momento creativo, en que los propios actores del campo, hombres y mujeres, en su condición étnica, en su condición cultural, desplieguen su fuerza económica con cualidad ecológica. Existen condiciones materiales, es necesario crear las condiciones institucionales y sociales.

Usé varias veces la expresión reinventar la comunidad no porque sea producto de la imaginación, sino más bien de la creatividad. Tal vez no es el término más afortunado, pero por el momento no encuentro otro para expresar una fuerza que viene del pasado pero que para subsistir en su nueva condición de posibilidad requiere más que el antecedente y lo que más necesita es el horizonte.

El despliegue de la comunidad es tarea de las propias comunidades, con un diálogo interno, plural, sin autoritarismos étnicos, menos económico, menos aún partidario, lejos de algunos profetismos de dirigentes y académicos. No alcanza la creatividad, no se agotan los sentidos sin construir autonomías no estatales. En mi criterio, el tránsito desde la noción de socialismo comunitario, que hoy hilvana la relación de las dirigencias sociales con el Estado, hacia comunidad plurinacional, o hacia un Estado plurinacional de base comunitaria, es indispensable para propagar el ejercicio y los aprendizajes críticos de las autonomías territoriales, que dan sentido a los logros y las expectativas del campo.

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