Opinión
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La resistencia
L

os votantes del Partido Demócrata que fueron derrotados por el trumpismo no se han recuperado; sólo que ahora, además del duelo por el fracaso de su candidata, los agobia el futuro. Hillary Clinton representaba también la continuidad del programa de cambio progresista que impulsó el presidente Obama en contra de la oposición republicana. Donald Trump ya dio los primeros pasos para desmantelar ese programa. Así han sido interpretados los nombramientos que ha hecho de los integrantes de su gabinete. Por ejemplo, al frente de la Secretaría de Salud ha designado a un miembro de la Cámara de Representantes del estado de Georgia,Tom Price, que durante ocho años ha estudiado cómo dar marcha atrás a la reforma al sistema de salud que introdujo el presidente Obama y que, mediante una regulación relativamente sencilla, puso un límite a los abusos de las compañías de seguros.

Ahora lo que preocupa a los demócratas es el impacto que tendrá sobre sus instituciones un presidente como Donald Trump, que ha manifestado de todas las maneras posibles su desprecio por ellas. Su inquietud se justifica. La elección de un candidato de la calaña de Trump ha servido para que muchos estadunidenses se sacudan los derechos civiles y la corrección política, y saquen del clóset todos los prejuicios que todas esas reglas de convivencia en sociedades heterogéneas habían logrado mantener a raya. Las explosiones de xenofobia y racismo han empezado a repetirse incluso en medios universitarios, donde uno esperaría un comportamiento civilizado, si bien no necesariamente empático ni solidario. Lo importante es que en un contexto populista, como el que se ha formado en torno al presidente electo Donald Trump, la legislación que garantiza la protección de las minorías está expuesta a que el gobierno no la aplique, o a que la modifique para restringirla. Me inclino a pensar que no se aplicará, y que las soluciones presidenciales se van a mutiplicar exponencialmente, sobre todo aquellas decisiones del Poder Ejecutivo que no necesitan ser confirmadas por los otros dos poderes. Los líderes populistas repudian las instituciones porque les ponen límites, los contienen, les imponen reglas que no están dispuestos a aceptar simplemente, porque estorban el ejercicio del poder absoluto al que aspiran.

Los demócratas que a duras penas han logrado salir del desconcierto en el que los sumió la victoria de Trump han hecho un llamado a la resistencia frente a algunas de las medidas que anunció durante su campaña. Los periodistas, en particular, se sienten amenazados por la posibilidad de que modifique la ley contra el libelo y la calumnia y vulnere el derecho a la información y la libertad de expresión. También es muy amplia la preocupación por las deportaciones masivas de indocumentados, que fue una de sus promesas de campaña más atractivas para un electorado pobremente educado. La respuesta no se hizo esperar. Los alcaldes de Nueva York y de Chicago, de San Francisco y de Los Ángeles, entre otros, ya declararon que en sus ciudades no van a aplicar las políticas antimigrantes de Trump; se van a oponer activamente a las deportaciones; no levantarán el registro de musulmanes, y sus policías no revisarán los documentos de ciudadanos elegidos al azar en la multitud citadina.

Esta respuesta ejemplar se hace eco de una invitación, cada vez más extendida y sonora, a defender las instituciones democráticas. Este llamado responde a la conclusión de muchos de que el principal riesgo que plantea Trump –como todo líder populista– es a la continuidad institucional del sistema político estadunidense, por la simple y sencilla razón de que una de sus banderas más atractivas ha sido la idea o creencia de que no necesita de instituciones para gobernar. Basta, nos dice, asumir un liderazgo fuerte y decidido como el que él ofrece para eliminar obstáculos y restricciones que mantienen a Estados Unidos en una jaula donde no puede extender las alas como lo hace el águila de su escudo nacional.

Durante la campaña electoral, Donald mostró –y expresó– un profundo desprecio por las instituciones. La estrategia que esbozan hoy sus opositores consiste no sólo en defenderlas, sino en defenderse ellos del presidente Trump, con las instituciones. Para ello recomiendan entender y aprender a utilizar todos los instrumentos que ofrece la Constitución para proteger al individuo de los abusos del poder. Incluso se habla de un populismo constitucional, que consiste básicamente en familiarizar a los menos educados, a las minorías vulnerables, con las disposiciones legales, constitucionales y consuetudinarias, con los conceptos más elementales

Me parece que una estrategia de defensa institucional, llámese como se llame, es una protección más real y efectiva frente a los zarpazos del populismo que el recurso a conductas igualmente anti o contrainstitucionales. Además será ésta una manera, si se quiere, un poco brutal de poner a prueba la firmeza de las instituciones, porque ya se sabe: lo que no te quiebra, te fortalece.