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Reprueban que gobiernos del país sean cómplices de grupos delictivos

Con sólo fotografías y volantes, madres de desaparecidos buscan a sus hijos en México
Foto
Familiares de centroamericanos desaparecidos visitaron Tequisquiapan, Querétaro, el pasado día 23Foto Jair Cabrera
 
Periódico La Jornada
Lunes 28 de noviembre de 2016, p. 12

Adonde quiera que va, Neida Rodríguez lleva la foto de su madre al cuello, como si fuera amuleto. La imagen, decolorada por el tiempo, es su arma para buscarla en una tierra donde se extravió luego de salir de Guatemala, hace más de 25 años.

Ella forma parte de la decimosegunda Caravana de madres de migrantes centroamericanos desaparecidos, que desde el pasado 15 de noviembre recorre pueblos y ciudades de todo el país en busca de hijos, hermanos o padres que alguna vez emprendieron el arduo y peligroso camino hacia Estados Unidos.

Cuando todo se puso feo por la falta de trabajo, Reina Isabel Rodríguez Ordóñez dejó encargada a su hija Neida con los abuelos de la niña –cuando ésta tenía apenas ocho años de edad– y enfiló sus pasos hacia el norte.

Se vino acá para darme una vida mejor. La última vez que la vieron fue en Sonora. Llamó diciendo que estaba ahí y después ya no supimos de ella, afirma la mujer en una entrevista con La Jornada.

Para buscar a sus seres queridos en la inmensidad del territorio mexicano, las madres utilizan un método sencillo, pero que ha servido para encontrar a 265 personas: muestran la foto del desaparecido, reparten volantes, preguntan en hospitales, cárceles y albergues.

Aunque no esconde su tristeza por no haber encontrado aún ninguna noticia de su madre, Neida experimentó la dicha de hallar por los rumbos de Veracruz a su tía, Aída Amalia Rodríguez, a quien no veía desde hace más de 35 años.

Junto con ella, la caravana, organizada por el Movimiento Migrante Mesoamericano, logró encontrar este año a dos mujeres más que estaban reportadas como desaparecidas. Si mi tía apareció, mi mamá va a aparecer también, dice Neida, con una serena convicción en la mirada.

Hoy puede pasar algo que me acerque a mi hijo

Si hace años miles de centroamericanos salían de sus países para escapar de la pobreza y la falta de oportunidades, hoy tal vez huyan muchos más, empujados por un miedo todavía más concreto: el de morir asesinados por las maras.

Esa fue la razón por la que Heriberto Antonio González salió en marzo de 2010 de su casa, en el departamento salvadoreño de La Libertad, cuando apenas tenía 18 años. El reclutamiento forzoso de las pandillas se veía cada vez más cercano.

“Allá, en El Salvador, hay mucha delincuencia, territorios separados por maras. Entonces, los jóvenes llegan a una edad en la que empiezan a perseguirlos. Si ellos no aceptan (entrar a la pandilla) por su voluntad, son obligados o amenazados con que les destruirán a un familiar”, cuenta Mari, la madre de Heriberto.

Aunque la alivia el hecho de que su hijo haya podido escapar de las maras, no se resigna a no saber más de su muchacho, quien hoy debe tener 24 años. La caravana de madres no ha podido encontrar indicios de él, pero la esperanza sigue viva.

Desconocer el destino de un ser querido le cambia a uno la vida radicalmente. Es algo que le arranca a uno el corazón, o como un brazo que te hace falta para seguir trabajando, señala Mari, quien todos los días saca fuerza repitiéndose a sí misma una idea: Hoy puede pasar algo que la acerque un poco a su hijo. Algo. Lo que sea.

Un impuesto de guerra

Aunque la mayoría de los integrantes de la caravana son mujeres, también hay algunos hombres que buscan a sus seres queridos en México. Muestran su foto y repiten el nombre, para que no se los trague el olvido.

Héctor Felipe Rodríguez es un hombre de pocas palabras. Con parquedad, informa que la última vez que supo de su hijo Héctor fue en 2014, cuando le avisó que estaba en Nuevo Laredo. A los 27 años el joven salió de Tegucigalpa, Honduras, para dejar atrás la pobreza y la violencia.

“Las maras ya se apoderaron de colonias enteras. Nos piden un ‘impuesto de guerra’ para que la gente pueda vivir en su casa, y si no pagas te la quitan. Están muriendo jóvenes diario, por eso tienen que huir del país”, dice con un miedo que trae metido en los huesos. Lo cuenta y baja la voz, como si las pandillas pudieran escuchar hasta sus pensamientos.

Este hombre de mirada triste, pero dulce, no puede explicarse que el gobierno mexicano, teniendo tantos recursos, no pueda encontrar a los desaparecidos. Peor aún: que “se haga cómplice de los delincuentes para quitarles lo poco que tienen.

No se preocupan, no sé por qué. Es su obligación buscar a los compatriotas, porque migrar no es un delito, sino un derecho, y si Dios me lo permite, voy a regresar para seguir buscando a mi hijo.