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Nosotros ya no somos los mismos

Rogelio Naranjo

Foto
Murales del Antiguo Colegio de San Ildefonso, ubicado en la Ciudad de MéxicoFoto Cristina Rodríguez
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eguramente Rogelio Naranjo ha sido el personaje al que más veces me presentaron en la vida. La primera fue en una casa de la Segunda Colonia del Periodista, en la que, extrañamente, sí vivían informadores. Pero además: PERIODISTAS, así, con letras de las grandes. Cómo me duele todavía haber sido un joven tan estúpido, que no entendía con quién tenía el privilegio de tratar. Y eso que, precisamente, la gana de conocer seres humanos de talla superior, extragrande, XL, fue una de las motivaciones más definitivas para dejar mi provincia, de reloj en vela y venirme a la capital (donde) cada hora vuela ojerosa y pintada. Pues esa casa donde reinaba la honrosa medianía predicada por el señor Juárez era el hogar de uno de los más férreos luchadores sociales del pasado siglo: Don (siempre le llamé así), Rosendo Gómez Lorenzo, originario de Islas Canarias (podía montar en cólera automática si alguien lo consideraba español). De este ilustrísimo canario (o insisto o se me aparece y me acomoda una reprimenda por mi nada clásica sintaxis) tengo mucho que contar, pues en su casa, ubicada en la cerrada de Micrós, seudónimo del periodista, poeta, novelista Ángel del Campo ( La rumba, La semana alegre), tuve la oportunidad de conocer y escuchar a Antonio Rodríguez, al doctor Jorge Carreño, al súper cocodrilo Efraín Huerta, a José Luis Parra, a la sazón secretario general del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa, al inigualable Nikito Nipongo (del que pese a desesperados esfuerzos jamás logré su simpatía) y al más joven de los asistentes, serio, discreto pero muy jovial: Rogelio Naranjo. Me lo presentaron como un joven que inevitablemente sería un artista muy reconocido. El resentimiento se aviva con el paso del tiempo y tengo muy presente: pese a que ese joven era tan sólo meses mayor que yo, jamás nadie dijo: y este es Ortiz, quien seguramente será rector de la universidad, gobernador de su estado, exitoso galán de telenovelas, presidente de un partido político o embajador en el Vaticano. Luisa, la hija de don Rosendo, fue la culpable de que algunas generaciones de preparatorianos no se enteraran siquiera de la existencia de los murales maravillosos de Jean Charlot, Siqueiros y Orozco, que eran razón suficiente para que la Unesco considerara a San Ildefonso Patrimonio de la Humanidad. Cuando Luisa subía las escaleras, todo el grupo de su clase, como en una sacra peregrinación, seguía su lento y maravilloso escalar: la vista, adolescente y juvenil, jamás y con razón, registró las pinturas de los grandes que he mencionado: “Lo que natura sí da, inevitablemente desplaza lo que el artista nos regala”. Luisa se recreaba en representarme, vez tres vez, a Rogelio Naranjo, agregando: “Ya publica en Sucesos (precisamente con don Rosendo, su padre, que había llegado hasta allí tras la debacle de la revista Política). Y publica en El Día, en El Universal, en Proceso. Ganó en Cuba un premio internacional y (en 1982) el Nacional de Periodismo, y también el premio La Catrina. Rogelio oía a Luisa relatar su currículum y sencillamente sonreía y se dejaba querer.

Un día Monsi me invitó a una exposición de Naranjo en una galería de la Zona Rosa; en Hamburgo, creo. Cuando llegamos nos llamó la atención que gran parte de los asistentes se arremolinaban en un rincón, al lado derecho de la sala. Nos encaminamos hacia ahí y entendimos la razón del alboroto: la caricatura que todo el mundo festejaba mostraba a un individuo aristócrata, elegante y refinado, conocido como Juanito el Caminante, quien desde 1928 se había convertido en el emblema de uno de los whiskys más reconocidos mundialmente. Este logo surgió en un etílico brunch, compartido entre los hermanos George y Alexander II (envidiables herederos de la dinastía Walker) y el ilustrador más famoso del momento: Tom Browne, quien en el reverso de un menú dibujó por vez primera a Juanito sigue caminando. ¿Por qué tanto revuelo por la repetición, 40 años después, de ese emblema que ciertamente ya caminaba por todo el mundo? Pues porque el “ dandy eduardiano” concebido por Browne tenía en esta ocasión la efigie, nada menos, del presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien a grandes trancos caminaba, ufano y satisfecho, sobre cadáveres insepultos de jóvenes masacrados. La leyenda al pie del grabado decía escuetamente: “…Y sigue tan campante.” Si los trending topic hubieran existido en aquellos años del Señor, esta caricatura habría ocupado primerísimo lugar, sobre todo porque días antes de que la exposición llegara a su fin el terrible reclamo de justicia elaborado por Rogelio desapareció. Múltiples leyendas urbanas surgieron de inmediato. Gente juraba que había visto llegar un auto lujosísimo del cual descendió el magnate Gastón billetes (el personaje del anillo coronado con un diamante/ladrillo, por medio del cual Abel Quezada retrató de manera colectiva a toda nuestra deplorable y rastacuera burguesía emergente). Ese individuo –lo reconocí, aseguraba alguno– pagó en efectivo y sin titubeos adquirió la obra. Otros enterados daban diferente versión: fue un piquete de guardias presidenciales vestidos de civil, pero inconfundibles por su moreno guadalupano, botas de servicio y pelito cortado a la brush. Se cerró la exposición y se acabó la exaltación y la maledicencia. Pasó el tiempo y podría jurar que tuve otra vez más frente a mí la famosa caricatura: entre papiros, gatos y prohibidos pirulís estaba, presidiendo el maremágnum al que Monsi llamaba escritorio, el hórrido caminante que, al paso de los años, seguía tan campante. Una afectuosa dedicatoria, firmada por Rogelio, inflaba el ya de por sí crecido ego monsivaisano. Solamente la prima Beatriz o el albacea intelectual, don Fisgón, podrían certificar el hecho y decirnos si algo saben de ese inolvidable mandoble a la impunidad.

Al regreso de Chile, en el trágico 1973, Luisa Gómez fue, junto con la Rossbach, promotora de tiempo completo del documento fílmico que allí recabamos. Se lo platicó a Rogelio e hicimos una cita para verlo en casa: se requería un proyector de 16 mm (ya difícil de conseguir), pues la cinta estaba filmada en ese formato. Por alguna razón que no recuerdo, la reunión no pudo llevarse a cabo. Como seguramente el responsable de la cancelación (contra mi voluntad) fui yo, me propuse deshacer el entuerto. Le hice llegar a Rogelio dos casetes (los antediluvianos Beta o VHS, con el discurso de Allende en Guadalajara y el que mostraba la represión, las torturas y los cadáveres de los militantes asesinados por los milicos durante los primeros días del cruento golpe militar, patrocinado por el Departamento de Estado, la CIA y varias empresas trasnacionales, como la ATT. Dice Luisa: varias veces, durante la visita al Estadio Nacional (donde tenían aherrojados a cientos de obreros y estudiantes), en la morgue frente a las imágenes de los cuerpos torturados de otros seres humanos, algunos ni siquiera militantes o, durante el sepelio multitudinario de Pablo Neruda, Rogelio pedía suspender y tenía que salir a tomar aire. La exhibición fue una sesión de dolor intenso.

Recibí, a cambio, dos hermosas viñetas, verdaderas obras de arte, según todos los amigos que las admiraban en la pared de mi sala. Una era la figura de un animal prehistórico con el uniforme y el rostro de Augusto Pinochet, que avanzaba aplastando personas y edificios del hermoso Santiago de Chile. La otra, una rotunda y bellísima tortuga de las Galápagos que tenía la cara de Pablo Neruda, con su clásica gorrita de tweed. No me considero un gran rencoroso, pero de corazón deseo que al supuesto amigo que un día invité a mi casa y al calor de una discusión sobre la injusta distribución del ingreso decidió expropiarme los dos naranjos, que eran orgullo de mi minimalista pinacoteca, en la que destacan los dibujos de mis hijas durante su paso por la casa de los niños Montessori, la próstata se le transforme en una sandía del tamaño de las que dan en la Laguna coahuilense.

Termino: los críticos han dicho ya todas las calidades artísticas de Rogelio. Yo, nada que valiera la pena podría agregar. Por eso me concreto a un aspecto muy concreto y, por supuesto, subjetivo e inasible. Rogelio nació dotado de dones excepcionales. Su mano, ágil, dúctil, eficaz, creaba lo que el cerebro, agudo, preciso, omnicomprensivo, le dictaba. De esta conjunción nació el hombre que, con uno de los símbolos más elementales del lenguaje: la simple línea que alimentaba el lenguaje pictográfico, nos descifró durante décadas, la realidad a la que por angas o mangas nos negábamos a aceptar.

Naranjo fue un artista de lujo, un comunicador de verdades lamentables o provocadoras pero inevitables. Un mexicano que quiso y mostró el México de a de veras. O séase de los mexicanos y artistas que no hay ni para remedio, de los que nos hacen falta. Indispensables, les llamamos.

Twitter: @ortiztejeda